El COVID-19 nos ha aglutinado con los seres queridos. La fragilidad sentimental nos ha acercado a ellos. ¿Será por necesidad o aburrimiento? Se recuperan amistades perdidas, vivimos más despacio, usamos el wasap como lengua de trapo, internet es la ventana al mundo de un cárcel colectiva y particular, buscamos el calor humano del otro que contemplamos con mayor cercanía. Somos células enfermas cubiertas por la misma piel social debido al confinamiento que se espanta, se emociona, llora, y se alegra movido por el mismo corazón. El coronavirus descubre nuestra calidad de vida humana ínfima. Lástima que nos demos cuenta ahora, menos mal que reconocemos su presencia. Las catástrofes despiertan el sentimiento solidario para, en general, aparcarlo cuando el enemigo ha sido matado. El verbo ignorar es una fuerza individual que cimentamos con el culto al yo mientras interiorizamos las frustraciones, con angustia, y exteriorizamos con cabreo. Unos sufren la pena en silencio y otros, como auto-ayuda, lanzan risas entre el vecindario. El ruido nos ayuda a evadirnos de la tragedia; aceptarla no significa deprimirse.

Las iniciativas vecinales se propagan como setas, ahora; la creatividad artística se desborda, ahora; el ruido se permite con afecto, ahora. ¿Y cuándo esto pase? Contra más estruendo montemos, parece que estamos más cerca de pasar el aislamiento. ¿Y el silencio? El silencio nos asusta. Ahora, con más tiempo libre, porque lo cultivamos con tranquilidad. Esto también es calidad de vida. El ruido, nos trastorna; el silencio apacigua la espera. ¿O nos gusta invertir los polos?
Calidad de vida es una expresión maldita que los momentos negros nos hacen desempolvar. El pasado es calidad de vida, cuando vivíamos la rutina asegurada por un sueldo inestable y trajín social. El botellón identificaba parte del ocio social, ahora se echa en falta; antes, los lunes teníamos cara de pocos amigos; ahora, la semana no tiene días. Queremos volver a las prácticas de antes: lunes cabreados, miércoles ingrávidos, viernes sabuesos de fiesta y fines de semana repartidos entre tareas del hogar y salidas nocturnas.

El coronavirus nos está recordando lo egoístas que somos en tiempos normales. No es cuestión de ser pesimista ni anteponer la falta de humanidad como valor supremo pero tampoco habría que sobrevalorar la solidaridad temporal. El siguiente paso se llama compromiso constante. La imaginación es una válvula de escape para la intranquilidad; explotarla en momentos difíciles para olvidarla después: un acto de cinismo típico de las sociedades avanzadas y materialistas que viven demasiado deprisa. Ahora, nos mueve la ayuda mutua; en tiempos de paz, la hipocresía empuja nuestras vidas.