José María Calleja, no te he conocido pero, durante mucho tiempo, me has acompañado. Dicen que la voz es el espejo del alma pero ¿de qué sirve si las palabras si no generan conocimiento? Somos tan superficiales que confundimos la muerte física con la desaparición de un legado. Calleja ha caído en las redes del coronavirus pero su huella es imborrable. Su nombre engrosa el tamaño de una lista negra que empieza a estabilizarse; dudo que quisiera ser recordado como un número especial de una lista manoseada por lo que él ha luchado: la transparencia. Calleja ha muerto pero importa lo que nos dejó: una inquietud pensadora, las ganas de cuestionar todo, de indagar, debatir sobre lo importante, de no esconderse tras la retaguardia de sus argumentos. Defendió la libertad de opinión, la ejerció jugándose la vida en territorios salvajes como el País Vasco sin desacreditar al otro. Declaró la guerra abierta a un adversario que nunca esquivó: el terrorismo. Te convertiste en una de las voces de mi radio, desde el transistor hasta internet, en un punto de vista a tener en cuenta porque lo que decías parecía sensato, estuviera o no de acuerdo con esas palabras. Al menos, Calleja, hacías pensar... y eso me gustaba. La naturalidad de tus comentarios, su brevedad expositiva, la concisión de ideas, el dominio del lenguaje y las ganas de charla me atraparon.
Mandar palabras a los muertos tiene su lado tétrico y frustrante porque no las leerán ni escucharán. La desaparición de un periodista como tú hace reflexionar sobre un pasado de invitado radiofónico, de analista sin dogmatismos, alguien que buscó la verdad a través de razonamientos con criterio. Las alcachofas radiofónicas maduraban más deprisa con sus comentarios. La palabra de José María Calleja analizaba con síntesis, llevó pasión y cabeza. Quizás, una sus disputas más sonadas la mantuvo en 2007 con Isabel San Sebastián en el programa de TVE 59 segundos, donde la acusó de engordar a ETA. Formó parte de la rutina comunicativa. Ahora, con su presencia vigilante en los archivos audiovisuales o las hemerotecas, se valora más su aportación a la política informativa seria porque sus reflexiones nuevas no van a escucharse más. Nadie se escapa de la muerte; lo triste ha sido tu desaparición.
La inquietud de los más jóvenes choca con la tranquilidad de los mayores. El nervio infantil se abalanza contra los sofás, necesita espacio para desfogar su vitalidad. El niño se convierte en protagonista, hasta ahora silenciado; objetivo del estrés que apunta al trauma sicológico. Se contagia y contagia en su singularidad sin ser una bomba microbiológica pero sí contenedor de gérmenes. Transportadores, difusores de la enfermedad, transmisores silenciosos, vectores son más que terminología lingüística con matices políticos.
Los niños sanos salen a la calle, los contagiados se quedan en el círculo residencial. ¿Esto es un derecho o una discriminación? ¿Los de pueblo tienen más masa madre que los urbanos? ¿Será lo mismo llevar al niño al súper que sacar al perro? ¿Se ofrecerá alguien para llevar al hijo del vecino; la intimidad dinamizará el trabajo... encubierto? Son población frágil que no puede usarse como experimento pediátrico ni sociológico. Hace días, su espontaneidad se inmortalizaba en las redes sociales como influenciadora solidaria de espíritu viral. Ahora, la gracia empalaga y aburre. Mientras tanto, esta cuarentena también está atacando a los ancianos que no pueden abandonarse a la responsabilidad individual: ellos también fueron chiquillos.
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