La edad, y sus cambios de imagen, afean a muchas personas con influencia pública; a otras, les incita a la provocación estúpida. El aire saltarín de Miguel Bosé es conocido desde que en 1971 comenzara su carrera. Ha coqueteado con el diablo, ha sido un amante bandido y ha buscado el corazón que a Triana va y nunca volverá. De esas menudencias a convertirse en imagen jaleadora de una lucha global hay un hueco importante que se llama enfermedad mental. La música le aburre tanto que se ha pasado al mundo de la telepredicación internauta extremista y poco documentada. Ya no le hacen los vídeos, ha comprobado que grabarse a sí mismo es más rentable, más cómodo y ofrece mayor libertad: algo que sus comentarios eliminan por definición. Por eso, y porque no tiene mejor cosa que hacer, alienta contra la COVID-19, contra su falsedad; en vez de llamar a la protección anima a la desprotección. Las manifestaciones, nada multitudinarias, dirigidas por la mano oculta de la ultraderecha radical, han encontrado en este tipo un anzuelo barato y paranoico perfecto.
Este sabio de cuño nuevo tiene razón cuando afirma que ‹‹escuchar un consejo nunca es bueno. Mejor ven cuatro ojos que dos››. Sí que deberíamos releer esas ideas unidireccionales. Nos reiríamos con su negacionismo troglodita del coronavirus. El enfado como segunda alternativa ayudaría a distinguir a los memos de lo racional. Su recomendación no es la única ni la mejor. Así pues, ¿por qué hacer caso a expresiones que se vuelven contra su tozudez blindada?
Se ha pasado a científico para competir con Fernando Simón, desde el escalón profano, con frases como ‹‹El bicho existe, nunca he dicho que no existiera, lo que pasa que en este momento su fuerza está disminuyendo››. Sus palabras se pluralizan de manera inquietante: ‹‹Los datos que manejamos son oficiales, no estamos inventando nada. Quien quiera puede acceder a estas páginas y contrastar››. ¿Manejamos, oficiales? ¿A quién responde el sujeto implícito que el cantante nunca identifica? Se escuda en la legitimidad fantasma del anonimato amparada por las redes sociales para crear una maraña de confusión descerebrada. Y acaba: ‹‹En resumen: habemus bicho››. Ahora, sí. El bicho se apellida Bosé y se llama Miguelito.
Cuando la gente enferme que vaya al jardín de su casa para que sus canciones ahuyenten al coronavirus que no existe. Además de negacionista, es un irresponsable que estimula a la gente con palabros de tertuliano pijo. Habla del complot suizo que ha convertido al 5G en una bomba de relojería contra nuestra salud, de corporaciones internacionales que nos manejan (las discográficas también lo son y no las ataca). Ni se olvida de los chips que quieren controlar nuestras mentes cuando la publicidad que ha permitido sobrevivir a sus discos nos ha estado machacando para consumir por vicio. La suya es una imbecilidad que llama al suicidio colectivo.
Cantantes como Ismael Serrano o Marwan se han sumado a las críticas entre colegas del gremio que se niegan a callar sus insensateces. Por lo visto, Miguel Bosé ha olvidado pronto la muerte reciente de Lucía Bosé, su madre, en su casa de Brieva, Segovia. Allí permanecía confinada después de que el 13 de marzo se decretara en España el estado de alarma debido a la COVID-19. Qué final tan napoleónico: confinamiento y soledad.
Miguel Bosé ha sido el trampolín colectivo del 16 de agosto con su imagen pública que no se paseó por la Plaza de Colón, escenario del crimen social. La vivió desde su casa y muy tranquilo, confinado por decisión propia; solidaria. El artista de la mirada hundida es un chapucero ideológico en el océano de la confusión que busca azuzar.
|
|