Hace cuatro años, un portaaviones atracó en la Casa Blanca con intención de echar raíces en sus jardines. Llevaba tatuadas las iniciales USS Donald Trump sobre un armazón irónico que flotó a base de populismo hidratado con soflamas patrioteras. No sabía que esta llegada era como ocupar una plaza de garaje municipal sin derecho a compra. Su maquinaria propagandística convirtió cada palabra, cada frase, cada discurso, cada amenaza en una carga de profundidad lanzada contra quien se oponía a un avance despiadado. Ahora que la licencia de amarre ha caducado, no se ha dado cuenta que esta plaza no pertenece a su club privado. Su paso por Washington se debe a unos marineros le condujeron a buen puerto con confianza y otros presa del desencanto con el capitán anterior. La llegada de este coloso hizo insignificantes al resto en barcazas que, poco a poco, fueron expulsadas de la bahía.

Las corrientes marinas que cada cuatro años renuevan el mar político están agitando una sacudida inesperada en 2020. Donald Trump tiene que reconocer la fragmentación de sus cascotes mientras presencia el abandono de una tripulación que presagiaba naufragios, desde Steve Bannon hasta Kellyanne Conway. El capitán se ha quedado tan abandonado como la orquesta del Titanic, deshonrado por su orgullo. La soledad del gigante solo alcanza a ver su sombra. No le ha faltado tiempo para denunciar el robo de su plaza por parte del enemigo que no está con él: la libertad de expresión. El cíclope ha amenazado los derechos, la independencia, la paz para comenzar una guerra innecesaria al luchar contra la decisión popular que no le quiere en el puerto de la democracia política. Su descaro ha sido capaz de manipular el mundo oscuro de las redes sociales que ha enfangado con mentiras inventadas. Las noticias falsas han alimentado Twitter para convertir la comunicación en desinformación. Si no es la reencarnación de Joseph Goebbels poco le falta.

La llegada de otro portaaviones, construido en el puertos de la decisión popular, le incomoda. Sólo sabe negar la realidad para convertir resultados electorales en artillería tuneada que le instaure en el olor a pólvora de su falsedad: el regocijo de la victoria napoleónica que busca imponer.

Le gusta jugar a los barcos en una lucha que disfruta ganándose a sí mismo. Este buque sin insignia flota en la pataleta del niño que berrea por su caramelo: el poder. Los piratas que le siguen no tienen la culpa de que las esquirlas les afecten cuando la explosión desgaje una embarcación que sólo está a salvo en la bañera de sus mentiras. La Tierra está cubierta de agua más de un 70 por ciento. El cerebro de Donald Trump respira en el elemento líquido de su prepotencia plagada de lagunas sin fondo.