Otro año más se ha festejado el Día contra la Violencia Machista y todo sigue igual. Por unas horas, apartemos al coronavirus para centrarnos en otra lacra más pandémica como la agresión ejercida contra mujeres indefensas. Violencia no es sólo un puñetazo; también incumbe al desprecio, las palabras despectivas, los gestos intimidatorios, el silencio, la negación de capacidades, el uso de la mujer como muñeco hinchable. Estoy cansado de repetir cada año cifras astronómicas que ascienden conforme el tiempo pasa segundo a segundo; de nada sirve plasmarlas en un texto para quedarse obsoletas antes de terminar su lectura. Estamos ante un problema estructural y de educación más allá de los ismos que agrandan la brecha entre brutalidad e impotencia.
Hoy no es un día en el que el feminismo tenga que ser la estrella del momento. Su presencia no puede sufrir cambios de estado debido al calendario convertido en medallero onomástico. La empoderación debería ser sustancia de un vocabulario más humano. Los delitos por insulto no se pueden convertir en frase común de muchas relaciones ni los ataques físicos su único contacto.
La pareja no puede ser un elemento estadístico ni un argumento político con el que unos se hinchen el pecho y a otros se les llene la boca de espuma. Las formas de convivencia evolucionan a ritmo vertiginoso. Si somos tan espabilados para adaptarnos a los cambios tecnológicos con facilidad, ¿por qué resulta tan difícil amoldarse a los cambios sociales? Quizás porque no queramos dar un paso atrás en nuestras concesiones y nos neguemos a buscar pactos que entierren odios. Esto no tiene intención de parar a no ser que plantemos cara a un problema común y digamos basta con intención y acción. Las personas que callan los maltratos son cómplices de la desgracia ajena. La guerra entre machismo y feminismo es una pelea de terminologías que corrompe el sentido verdadero de la igualdad sexual.
Las leyes que amparen las libertades de elección sexual están muy bien, son necesarias pero no sirven de nada si luego quienes tienen que llevarlas a la práctica se las guardan en el cajón de los deberes institucionales. Tampoco son útiles cuando se emplean como arma guerrillera que rellena manifestaciones en vez de blandirse en las aulas. La equidad se alcanza con el respeto y este sólo deja de ser una idea si damos el primer paso para abolir desigualdades milenarias. ¿Tan difícil es ofrecer las mismas oportunidades a todos los ciudadanos? ¡Cuándo entenderemos que la valía y el respeto a los demás no tienen sexo!
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