El hombre es un animal de costumbres que, gracias al dispendio, no distingue los buenos hábitos de los malos. Alguien tuvo la idea de basar su autonomía en el consumo para mover el mecanismo de un engranaje despiadado. La independencia se ha convertido en la sumisión al gasto innecesario y si es a buen precio, mejor. El viernes negro no se para ante el coronavirus, lo arrincona en un callejón donde la responsabilidad cuenta menos que un pobre a la puerta de los grandes almacenes. Las asociaciones que tanto babean con los derechos de género no advierten acoso ni esos pijos que americanizan todo, y llaman bullying a lo que es acoso, no han abierto la boca para criticar una situación violenta. Todos contentos porque es Navidad aunque, este año, es mejor guardarse el espíritu familiar que probar la receta que conocemos con sabor a turrón.
Hasta ahora, la COVID-19 nos tenía acorralados, reprimidos por el reajuste de nuestras costumbres, encerrados en el comedimiento que algunos necios se saltan con fiestas ilegales o reuniones inconscientes. El encendido de las luces navideñas hace gastar más dinero. El momento del desparrame justificado ha llegado. La gente sale a la calle con hambre de coronavirus, sin respetar las distancias, pisando la sombra del otro a propósito para que el competidor no se adelante a estas rebajas momentáneas. Arnold Schwarzenegger y Myron Larabee hacían lo mismo en Un padre en apuros para conseguir un Turboman.
La gente ha invadido las vías comerciales sin respeto, con ganas de suicidarse lentamente para que luego cuatro descerebrados se escondan en la culpa del grupo. Se han visto atestadas de gente rozándose, de inmadurez que luego se pagará con merecimiento; culparemos al Simón de turno que no supo decirnos la verdad. Asusta verlas tan congestionadas de vida contagiosa. Los paseantes son avalancha amenazadora. ¿Esto no es salirse de la normalidad? La irresponsabilidad ante el coronavirus responde a un de confianza que acecha la integridad de una sociedad decadente en su imprudencia. Las vacunas están al caer como un regalo navideño engañoso que tranquiliza pero no garantiza la recuperación inmediata. Preferimos que nos mientan para calmar el pavor a lo indefinido sin entender que nosotros somos nuestra primera ayuda. Las restricciones para contrarrestar el virus se ignoran de manera intencionada. La relajación ha comenzado a ganar la partida a la sensatez en una carrera que llenamos de curvas con baches. Jamás un ambiente navideño ha sido tan terrorífico como el de esta etapa en la que el coronavirus se viste de Papá Noel negro.
La euforia consumista ha disparado la dictadura tecnológica. Los clicks quieren sustituir a las colas en los grandes almacenes; mientras se compra en estas superficies, la publicidad digital confunde legalidad con estafa; los QR malignos lanzan ofertas manteniendo los precios bajos. Se aprovecha el momento para dar el rodeo que inaugura las compras desaforadas mientras inhalamos pandemia en caravanas de aborregamiento por arterias urbanas colapsadas, propensas al infarto general. Estas actitudes temerarias vaticinan el inicio de unas Navidades lóbregas.
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