Las olimpiadas más extrañas de su historia han pasado a mejor tiempo. Tokio 2020, atípico en la designación al no coincidir con el año de su celebración, se ha guardado en la memoria como reliquia deportiva sin gloria. Los trigésimos segundos Juegos Olímpicos de Verano se han esfumado con rapidez. Una celebración con sabor a rémora funeraria ha mantenido encendida la llama de lo inesperado. La idea impulsada por el barón de Coubertin ha dejado de celebrase en tres ocasiones (1916, 1940 y 1944), 2020 ha sido la más desconcertante. El azote provocado por el coronavirus ha coronado al fantasma del miedo en un podio insólito. La pieza musical que compuso Spyridon Samara con palabras de un poema de Kostis Palamas sonó deslucida en el Estadio Olímpico de Tokio al no estar arropada por calor humano. El pebetero se encendió como una ceremonia de ensayo. Los momentos protocolarios respiraron frialdad entre vahos de soledad, ausentes de expectación. Los deportistas compitieron sin el apoyo popular, acompañados por miradas de cartón y el aliento de sus compañeros lanzado desde el verde o la cancha inertes. Estos rugidos carentes de abrigo ambiental resonaron en peceras vacías de líquido amniótico. La victoria se ha disfrutado apoyada por familiares distantes. La derrota no ha sido tan lamentable. Ni tan siquiera la cobertura informativa se ha desplegado con intenciones entusiastas. Tokio 2020 ha transcurrido como un elemento más de la parrilla mediática visualizado sólo por las emisiones temáticas. La aparición de positivos por COVID-19 marcaban el carácter noticioso de una confrontación regional. A pesar de consolidarse audiencias nuevas, no se han resaltado cifras millonarias en el seguimiento informativo. Todo ha sido un trámite con mucho dinero en juego tirado a la basura, desde cancelación de entradas hasta derechos de emisión y publicidad.
Fueron los Juegos del silencio, de los triunfos amargos, de pedestales sin el esplendor usual, de retransmisiones sin chispa con ausencias de grandes figuras, sin nombres ni plusmarcas para la eternidad. La hemeroteca nutrida por Carl Lewis, Usain Bolt, que decir de Jesse Owens, Mark Spitz, Michael Phelps, la representación española de Fermín Cacho o Lorena Guréndez han tenido un protagonismo improvisado.
En Tokio 2020 se habrá participado con ilusión por batir cronómetros y listones pero, innegablemente, también para simbolizar la lucha contra el coronavirus. Todo quedará en el anecdotario atlético como un acontecimiento huérfano de emociones. La capital gala repite sede dentro de tres años junto al recuerdo cinematográfico de la película Carros de fuego. El surf, la escalada deportiva, el skateboarding, el béisbol o el kárate se han estrenado en la arena olímpica. Los actos que cedieron el testigo a París 2024 fueron surrealistas, llenos de colorido aburrido y música conocida. El soprano Tomotaka Okamoto no insufló pomposidad a una clausura insulsa en la que participaron bandas de ska, breakdancers y ciclistas de BMX. El astronauta Thomas Pesquet interpretó parte del himno francés, desde la Estación Espacial Internacional, dando la bienvenida a la cita siguiente. El ingeniero aeroespacial flotó con nihilismo romántico, metálico, solitario, reafirmando el carácter galáctico de un encuentro marcado por la pandemia planetaria. |
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