La lluvia cae intermitente sobre un suelo convertido en una pista resbaladiza. La misma piel estaba agrietada hasta hace unas horas, con tacto de lija. Un manto firme, recién asfaltado, es el negro ideal para festejar el Día de Todos los Santos. Cierta uniformidad renegrida mostraba purificación sagrada, alquitranada por una tranquilidad mortuoria. El cielo tenía la rugosidad de una pizarra muda y vacía. Estaba destinado a empresas más célicas que mojar lo terrenal con las aguas de diluvios molestos para el cuerpo y no el alma. Dentro de poco, las flores arroparán tumbas descuidadas hasta ahora porque la tradición del corazón manda. La invasión de anglicismos fiesteros invocan el nombre de Halloween durante el día hasta que, por la noche, las calabazas expulsen a los murciélagos de la nocturnidad por unas horas. Los muertos y los vivos tendrán que jugar a ser una unidad para pereza de los primeros y entrega de los otros. El descanso alterna con el negocio. La opulencia de algunas coronas florales mira por encima del hombro a una botánica plastificada que no quiere perderse el momento de una ofrenda convertida en costumbre anual. En algunas culturas, la devoción al estómago forma parte del ofrecimiento a los muertos que reclaman su condumio.
Hace horas que no se escucha gente por la calle, ni tan siquiera a la espera del vermú dominguero. Alguna charla precipitada se escucha camino de comprar el pan, los perros intercambian ladridos, un automóvil furtivo se descuelga por una calle en bajada mientras a otros les cuesta subir el mismo recorrido en dirección contraria. Parecen ataúdes ambulantes por su impersonalidad. Los caminos se cruzan con un buenos días precipitado ante un vacío interrumpido por alguna cotorra ocupa. Tránsito. De repente, el chapoteo de las gotas es lo único que se oye con su lenguaje persistente: distendido al vocalizar con suavidad; confuso si hablan a borbotones; enfurecido cuando la cólera dispara gotas en forma de misil nuclear y salpicadura atómica; en cualquier caso, susurrante. La poca gente que circula despistada se cubre con rapidez felina. Lo hace para guarecerse de la incomodidad lluviosa que ahorraría la molestia de ducharse sin necesidad de gastar champú ni desnudarse. Los coches soportan esta caricia húmeda con sumisión estoica. El roce erótico invade su piel metálica en un cortejo suicida. La colisión se funde en un éxtasis líquido, armonioso. El paso de cebra participa de esa comunión mientras los vehículos atropellan besos de dioses. Los charcos que han tatuado el asfalto reflejan otro rostro de la ciudad que no vemos, el que pasa como un espejismo y se evapora: una máscara con mil caras destinada a morir en soledad, pisoteada, sin nadie que la lleve flores a una tumba que descansa eterna en su anonimato. El suelo se cubre de hojas marrones como calcomanías de textura frágil y abrazo platónico, como sellos sobre una misiva gigantesca sin destinatario, igual que epitafios grafiteros. El suelo se cubre de hojas mojadas protegiendo una muerte dulce. |
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