Algunas películas te obligan a abrazar el vacío sin red en un juego circense de equilibrio difícil. Son incómodas y sensuales, donde los personajes aparecen como piezas de un rompecabezas que, poco a poco, se irá componiendo hasta formar la desestructuración augurada desde el comienzo. Tomasz Wasilewski catapulta hacia la nada a unos personajes rodeados de naturalidad rutinaria para convertirlos en el condimento de una comida que se engulle con voracidad mientras el paladar no puede ocultar un sabor amargo lleno de texturas aromáticas y diversidad sensorial.
Frío, emotivo, desconcertante, agarrado al presente y necesitado del olvido del pasado, este drama personal y familiar busca respirar en la piel de Polonia, recién salida de una
férrea marcialidad comunista.
Desde un comienzo,
“Estados Unidos del amor” aparece grisácea entre esperanza y desesperación; los personajes representan mundos dispares unidos por la misma necesidad de abandonar unas cloacas taponadas por la presión que hace de lo desconocido un manjar todavía no catado.
Este misil contra décadas aislacionistas pone en la figura femenina la fuerza de una necesidad que aboga por el cambio y la búsqueda de su identidad como mujer. El amor es un fantasma anecdótico que pasa de puntillas sobre almas desengañadas y deseos incumplidos. Mientras el sueño de convertirse en actriz se confunde con la necesidad por alcanzar una meta personal en la vida, la soledad y calidez mórbidas sobreviven al frío invierno polaco donde occidente se reduce a dos ideas: la compra de unos vaqueros y el poder del dólar en una sociedad dirigida por la carestía, el racionamiento y el estado de excepción hasta codearse con la clandestinidad.