La cámara que introduce los primeros planos de
El reverendo se acerca al alma de una vicaría silenciosa; se detiene frente a su coraza: esbelta y muda. Esta belleza telúrica ilumina la silueta del misterio con una austeridad tan apostólica como terrenal. Paul Schrader apuesta por la presencia monstruosa del combate religioso que, con paciencia eterna, espera la caída del ángel custodio: el reverendo Toller, cuyo esqueleto humano está por encima de una entidad espiritual proclive al desprendimiento.
La omnipresencia arquitectónica abraza las debilidades del mortal. Schrader, guionista de
La última tentación de Cristo, se acerca a
Haneke, urde un enigma de protagonismo simbólico, sale de la guarida en la que se había encerrado tras
Adam resucitado para atacar con la ferocidad de un individuo atormentado. Edifica, piedra a piedra, un ensayo visual sobre el desmoronamiento de el fe con el rigor de
Carl Theodor Dreyer.
Toller se debate entre la agonía espiritual de un hombre maltratado por la sociedad mientras resuelve sus dudas existenciales. El tormento carga las tintas contra un amor antiguo que hunde en el menosprecio. Mary (Amanda Seyfried) le pide consejo, preocupada por el futuro de su embarazo y el comportamiento extraño de un marido asentado en el radicalismo ecológico que hace peligrar la continuidad de su gestación. Su preñez, henchida de angustia, busca sosiego en este párroco gris. Los efectos especiales crean una levitación galáctica entre sábanas de sexo tántrico.
La contención del reverendo pétreo se agarra a una luz de racionalidad creyente; mantiene en carne abierta la lucha contra el dolor; sufre en silencio y termina cayendo en la tentación del exceso. Es la antítesis del fanatismo religioso, la ausencia de fervor creyente, el rostro de la tortura íntima.