Será que me estoy haciendo porque mi sentido del humor se está anquilosando a pasos agigantados pero
Spider-Man: Lejos de casa no suscita ningún tipo de interés ni emoción. Es tan plana en su intensidad batalladora que, salvo la limpieza visual técnica en las imágenes, el resto es ficción dirigida a la testosterona imberbe e idílica. Y ñoña. Sin mencionar que para entender la procedencia y evolución de
Peter Parker hay que estudiar una maestría en conocimiento MARVEL y haberse tragado todas las secuelas
‹‹spidermanianas›› habidas y, a buen seguro, que faltan por llegar. El personaje que Stan Lee y Steve Ditko crearon como tira cómica ha crecido por delante del momento, adueñándose de manera fervorosa de la tecnología. El joven Parker tiene mucho de héroe flaco, inseguro y adolescente pero su conversión en superhéroe saltarín y pegajoso hace de los efectos especiales el ADN de un personaje mutante entre bicho y humano. El protagonista arácnido batalla en una comedia romántica juvenil, cuando las espinillas pelean por hacerse un hueco entre el primer beso. El amor púber busca el mejor momento para declararse aunque llega en el instante más inesperado. El viaje estudiantil a Europa es la excusa adecuada para juntar viejos amigos que le servirán de escudo y puñalada. Cosas de chicos. Aventura en la que Peter Parker es un Quijote sin Don y el resto, Sancho Panzas que actúan dirigidos por el destino que aquel moldea.
Spider-Man: Lejos de casa ofrece algo positivo: el hombre-araña ya no es sólo propiedad de Manhattan.