La supervivencia callejera es difícil en cualquier lugar. Teherán se convierte en el escenario de la realidad y la imaginación en la mente de Ali, que a los doce años se muestra como el cabeza de una familia que no aparece por la pantalla. Su único lazo de hermandad son amigos unidos por el vínculo laboral con piel vagabunda. Se prostituye entre trabajos esporádicos y delitos menores para ganar dinero con rapidez. El día a día le ha obligado a ser más listo que el hambre y objeto de la manipulación fácil. El deseo de prosperar que abraza ilusionado cae en la red de adultos sin escrúpulos con apariencia bondadosa. El nervio y las ganas por alcanzar metas más implantadas en sus sueños que en el mundo real le impiden centrarse en una labor tomada con responsabilidad. El cirujano mecánico ducho en la sustracción de vehículos representativos se lanza a la búsqueda de un tesoro sin más mapa que su olfato trabajador. La penuria no se separa de una honestidad infantil que saca pecho durante el metraje. El rostro moreno curtido en las persecuciones por parte de la policía sonríe poco.
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El verismo de lo contado no se desprende de la tristeza, no hace llorar pero encoje el corazón con naturalidad conmovedora durante un metraje duro y amigo. Los acontecimientos describen una verdad cruda que abusa de la ilusión inocente. Hijos del sol deja que la trama dramática corra por sus venas adultas. El mundo aparece como un carrusel fantástico en la mente del crío que también descubre gente entregada a la docencia humanizadora. La bondad sin fronteras resiste ante la pobreza material con una fuerza imposible de avanzar frente a la usura especulativa. La escuela ofrece oportunidades y presenta miserias; es una mina a cielo abierto llena de talento que cuesta sacar adelante. La educación aparece como instrumento público en manos del arrendador privado, el Estado es un fantasma que se escabulle de los conflictos sociales. |
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La vida en un ambiente hostil, además de tocar la mendicidad, no deja pasar el problema de la inmigración clandestina y el miedo a la expatriación a través de una niña afgana con figura de violetera asiática. La relación secundaria entre Zahra y Ali despierta afecto y dolor entre dos ciudadanos fantasmas ante la Administración iraní. El velo disfraza su dulzura femenina excepto en un plano revelador marcado por el contraluz denunciante (recuerdo de la sutileza que Jafar Panahi marca en sus películas denunciantes). La tensión y la sorpresa tienden la mano al realismo. No hay lugar para la metáfora en una película entretenida, directa, cargada de vitalidad luchadora. Las escenas descubren el camino sin dar pasos en falso. El apetito ilusionante y la frustración no permiten ni aceptan fábulas buenistas en las que lo sentimental devore a la denuncia. |
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