Richard Linklater tiene muy trillado el recorrido de las vidas a través de un periodo considerable de tiempo. Lo demostró con
Boyhood al rodar durante doce años la evolución de Mason. Gabriele Muccino vas allá al escudriñar cuatro décadas de varios personajes conectados por la amistad. El paso desde la adolescencia hasta la edad madura es un señuelo del que
Nuestro mejores años participa sin aproximarse a la seriedad, cansina en ocasiones, de Linklater. El cambio de las ideas que mueve a las personas aparece en el crecimiento lógico: el amor adolescente, la felicidad y el deseo condicionados por elementos sociales externos. La inocencia púber pierde sus ganas de comerse el mundo para asentarse en los parámetros del comportamiento social aburguesado. Los amigos que conviven como un núcleo indisoluble se dispersan en moléculas individuales. La complicidad inicial, con sabor veraniego, se esfuma ante el cumplimiento de tareas que la vida exige. La supervivencia devora al juego, el amor pierde la lozanía inicial, el idealismo se asienta en la comodidad estática de Paolo, su relación materna agobiante y la fragilidad de Gemma. Su existencia es una bofetada que espera escondida en cada esquina para atacar la desesperación. La juventud se come el mudo en un comienzo fresco.