El viajero se ha forjado una vena artística como escultor que Narciso decide aprovechar con fines religiosos. La creación de un altar nuevo acerca sus años de alejamiento. Los días se suceden entre paseos y charlas: uno escucha y otro centra la crónica en sus vivencias. El uno entiende la espiritualidad desde la oración; el otro, con la pasión. La actitud tranquila espera que la vida se aproxime a él, la más despierta la devora a mordiscos de entusiasmo que mastican muchos finales atropellados. El tiempo pasa y el acercamiento se produce jerarquizado por la distancia que en la infancia parecía un juego.
La continuidad en el cenobio hubiera sido una cárcel para Goldmundo. El huésped conversa junto a su amigo sobre los placeres y los dolores terrenales. La estancia en el lugar le permite reflexionar acerca del pasado sin orgullo, revivir aventuras aceptando su fugacidad, la muerte producida por la
peste negra en Europa. La búsqueda de la perfección en un hombre que vive atormentado ha sido un proceso de realización autodidacta curtido como escribano de memorias caballerescas, aprendiz de escultor. Narciso lo tiene todo porque no ansía nada, Goldmundo no encuentra paz sin el calor materno. La necesidad de su presencia será la obsesión de una obra marcada por sufrimiento y el crecimiento artístico unido a una religiosidad que le proporcione tranquilidad espiritual. Narciso ama a un ser invisible en su castillo religioso, separado del exterior. La libertad de Goldmundo ha pagado el precio de la soledad con amores pasajeros de magnitud evanescente. Cada uno tiene carencias afectivas a su manera.