El yin y el yang expresan dos conceptos usados por el
taoísmo para expresar la dualidad del universo. Pierre y Adrien Pastié están representados por
Vincent Lindon y
François Damiens, los artífices de que la rueda del caos gire entre acercamientos familiares. La repetición quinquenal de su encuentro abre el camino a una relación incómoda en la comedia complaciente. Lindon aparca sus papeles serios para saborear el dulzor de un largometraje que no elude la seriedad momentánea. Los dos tipos antagónicos representan papeles distintos en una ambiente unido a los viñedos. El primero es el tiburón financiero entregado al negocio generacional que ha reflotado. El mantenimiento de la vida burguesa satisface una responsabilidad de padre y marido ciegos. Adrien se siente cómodo en el lado utópico de los acontecimientos como soñador que defiende el espíritu ecológico de las cosas, el de hombre que antepone sentirse querido al dinero, el niño grande inmerso en una crisis de ansiedad y soledad por la que nadie se preocupa, la sombra calamitosa del patrón aferrado al valor económico de las cosas. El amor por la Naturaleza, el acercamiento a las personas a través de las plantas y la facilidad de sintonizar con la videncia catastrofista lo convierten en
borderline desquiciador. Los desastres se anticipan a través de predicciones agoreras. Su misticismo contrasta con el pragmatismo de un primo empeñado en cerrar el contrato del siglo mientras desatiende los quehaceres domésticos. El pariente recién llegado se encarga de destapar la esencia de un aroma rancio hace tiempo. La presencia del huésped alcanza grados de molestia cuando la injerencia parece acaparar parte del protagonismo empresarial que ni necesita ni busca.