El tropiezo inicia una hostilidad individual para termina en la unidad de dos caminos confluyentes. Que Fern tenga un
Yorkshire terrier mientras Dave se acompaña de un
pastor alemán se puede leer como una tipificación por sexos. La realidad dice que el pequeño, matón y ruidoso, reta al grandullón que no mataría ni a una mosca perezosa. El paisaje boscoso del norte londinense congrega a dos corazones que tienen en común su animal de compañía. Los desconocidos se conocen gracias al arrimo fortuito que el mundo canino ha proporcionado. Él es abierto, ella muestra una prudencia hacia lo desconocido entendible por los fracasos en sus relaciones sentimentales. Dave desea un vínculo que le permita desempolvar su aislamiento, Fern no es amante de la presión. El hombre jubilado de barrio obrero no permite que las neuronas se aletarguen con preocupaciones incómodas, descubre una mujer recogida emancipada económicamente. Ninguno tiene vidas agradables: problemas de alojamiento, el amor escondido, una familia rota, un hijo drogadicto, una hija muerta. Los dos buscan el cariño sin absorber, la seguridad que otra persona proporciona, el acercamiento a una pasión que vaya más allá de la monotonía vestida con babuchas y bata. Son espíritus jóvenes y gemelos que terminan compartiendo dolor y alegría.
Los trayectos destapan el pasado personal, la sinceridad guarda secretos que terminan por enlodar todo. Lo que parecía un cuento sobre un escenario otoñal no reprime la decepción al malinterpretar los secretos confundiéndolos como el ligue rápido, manipulador.