El grito con que esta producción comienza es significativo:
no puedo respirar. El auxilio del instante se encadena a la embestida menos justificada, reproduce el gesto de
George Floyd en primer plano. Su recuerdo impone la hegemonía que marca la agresión racial perpetrada por la policía. La alusión constante a Floyd es compañera de una hostilidad que no tranquiliza. El ambiente se supone que es seguro (una cárcel), el ambiente revienta por su toxicidad. La ley y el orden guardan derechos nacionales mientras pisotean la presunción de inocencia. No estamos en las calles norteamericanas sino en Odense, Dinamarca, a pesar de que el nombre del barrio donde los hechos suceden pase de llamarse como el
edificio Svalegaarden a Svalegarden. Sin embargo, este paraíso de acogida inmigrante tiene su lado oscuro. La convivencia multiétnica producto de la ruptura fronteriza asienta a los ciudadanos en barrios delictivos marcados por la procedencia de sus habitantes. El clima nervioso originado por un incidente callejero cocina tensión destinada al estallido social. La tirantez eleva su intensidad y dureza provocadas por el envalentonamiento del uniforme policial. Las calles son un hervidero de antipatía ante un abuso inesperado. En ese clima de hostilidad y enfrentamiento, Mike Andersen y Jens Høyer salen a cumplir con un trabajo que no siempre se viste de normalidad. El primero hace de poli malo y el segundo de poli bueno, el agresivo y el tranquilizador: personas con percepciones opuestas de la ley ocupando el mismo vehículo durante una jornada caótica. El incendio provocado reúne a los dos antihéroes en suelo hostil mientras uno da rienda suelta a sus desórdenes y el de al lado mantiene la contención que lentamente apoya al perjudicado. Los comentarios de superioridad xenófoba no se llevan bien con los sosegados que no buscan confrontación. La rutina patrullera consiste en el acoso contra el inmigrante árabe.