Las crisis económicas aportan épocas de renovación debido a una inercia obligada. El lema del momento lo dice bien claro: O cambiar o morir.
Nomadland es un reto personal y una demostración de voluntad. Fern, corazón de esta historia, comprobó la dimensión prescindible de la persona en el mundo laboral. Una mujer que no ronda la juventud emprende un camino sanador hacia el Oeste americano después de perderlo todo con una recesión en 2011. La figura del nómada moderno que no transmite compasión vive en el vacío que obliga a reconocerte como producto de la sociedad deshumanizada. Quizás se convierta en un deshecho, quizás en un espíritu rebelde en busca de horizontes nuevos y lejanos. El capitalismo conductor del atasco mundial es observado desde el montículo privilegiado que la mala fortuna le brinda.
Nomadland se explaya en la narración con cuerpo de documental, la improvisación del momento y ausencia del diálogo potente mientras se abandona al silencio de las miradas. La película es valiente y mediocre con imágenes generales que buscan el contrapunto en la intimidad de una casa rodante; original y contemporánea en la manera de describir lugares por una
Ruta 66 sin acicate bohemio, un elemento codiciado por la sobrevalorada. El periplo trascurre por una planicie que no reivindica nada; no quiere cambiar el mundo, quizás amoldarse a él desde un punto novedoso. La dirección de
Chloé Zhao aporta mucho paisaje y poco guion. La naturalidad interpretativa, mezclando la revista de viajes y el suplemento de actualidad financiera, bascula entre la búsqueda y la huida, la supervivencia sin seguro ni jubilación y el deseo por asentarse. Fern es el espejo de quien no necesita más que lo puesto para vivir; alguien con aspecto andrógino. Lo tiene todo a su favor para comenzar desde cero por imposición, sin levantarse contra el sistema. Se asombra y aclimata a lo inesperado según se tercie. Su recorrido homenajea a
Las Espigadoras de
Agnes Vardá limpiando letrinas, trabajando en la recolección o dentro de factorías con una producción automatizada. Tiene una presencia reconocible: arisca, desconfiada y rocosa; no debería conducir a la compasión y mucho menos a la heroicidad. Es presa de la tragedia personal y profesional sin marido ni empleo. La necesidad de encontrar trabajo descentralizando es su meta existencial y las ganas de currar, una constante para sentirse viva: la ruptura del sueño americano. El tránsito de la vida acoplada al encuentro de la subsistencia puede caer en las garras de una empatía cegada por el corazón comprensivo. El relato no se inventa algo desconocido ni crea heroínas. Tampoco incide en los mitos acartonados. La protagonista tantea soluciones abriendo otro camino de
Jack Kerouac ; otra generación
beatnik de desposeídos maduros.