¿Por qué hay que dar por sentado que todo escritor decidido a aislarse para alcanzar la inspiración se encuentra pasando horas de crisis literaria? La ópera prima de Macarena Astorga quiere que pensemos eso de su primer largometraje al presentar un mundo sombrío, poblado de personajes solitarios que esconden un secreto bien guardado en una aldea perdida. La falta de curiosidad de los aldeaniegos pilla por sorpresa al foráneo, no turista, sobre hechos asimilados que acontecen en esa tranquilidad inhóspita. El recorrido de un coche sobre una carretera serpenteante crea un clima de suspense atractivo. El ambiente inquietante hace sospechar de un serenidad sedosa de una serenidad en lo que parece ser el valle de la longevidad. Antonio, greñudo, busca ese apartamiento que le permita concentrarse en su imaginación; lo que no espera es el encuentro de momentos, sombras y ruidos inusuales que alentarán sus indagaciones. Las frases escasas intercambiadas con la mujer de la labor, tópico doméstico del cine rural, y algún lugareño, engordan un argumento que disfruta moviéndose en la penumbra. Este inventor de historias a la antigua usanza, partidario de la máquina de escribir convertida en metralleta, poco interesado en la neurosis de romper cuartillas inservibles, tiene que lidiar con lo novedoso. Las teclas se mezclan con otros sonidos más fantasmagóricos, próximos a la intriga sicológica con olor a campo.
|
|
La leyenda se esconde tras paredes y personas. La leyenda alimenta una existencia protegida en silencio. Es fácil atribuir lo molesto a los relatos del lugar; lo que sucede en la serranía malagueña forma parte de esa tradición popular que alcanza el grado de terror religioso. El vecino urbanita tiene que ajustarse a los modales rudos, entre los que respetar sus ocultaciones es un requisito importante para ingresar en el grupo y no ser mirado con ojeriza. Este cuento-pesadilla terrorífico-literario es el retrato de una España escondida, con solera, ante la que el tiempo no pasa y quienes vienen de fuera remueven los cimientos de su quietud con una indagación molesta.
Los monstruos dan rienda suelta a sus necesidades sólo por la noche y una vez al año. El bosque es el sitio perfecto para la persecución mientras los columpios se mueven solos, los aullidos de los lobos protegen a unos mientras no dejan dormir a otro. Miradas disecadas con porte de trofeo observan al amante de la soledad; su compañía es un elemento de conversación hasta alcanzar la intrusión incómoda. Los habitantes del entorno se agarran a las creencias religiosas con fe devota en las historias cercanas. El encierro de un escritor en un caserón aislado, la llegada de la locura y la aparición de dos niñas recurrentes quieren aprender de Kubrick y su resplandor aunque la cara dulce de la pequeña Luna Fulgencio, Rosita, recuerde sus papeles en la saga Padre no hay más que uno. Su dulzura esparcida en la dosis justa ensombrece a Paz Vega, firme en una dicción pésima. El reencuentro del novelista perdido con el mundo real, la fotografía y la música aportan gramos de verosimilitud a un todo con elementos imaginativos mal desarrollados. |