La triple A no es un reconocimiento sólo propio de las agencias de calificación sino que, como Patrick Hughes hizo entender en la entrega anterior, también pertenece al mundo de los guardaespaldas. Dicho galardón trae más agobios que placer dentro de un mundo aventurero, atractivo para la acción. Nada mejor que un año sabático para desintoxicarse de la tensión acumulada en la primera dosis de
El otro guardaespaldas. Sólo así un agente desgastado por un derroche de energía bombardera puede recargar las pilas. El director australiano repite experiencia frenética, continúa el éxito del pasado anclado en la intención de hacer peligrar la paz mundial e introduce elementos creíbles donde el dinamismo no garantiza la calidad.
El inicio de esta colisión mezcla las
24 horas de Le Mans en una carrera donde algunos contrincantes se convierten en convivientes. Michael Bryce, dejando al lado las paranoias profesionales, no es la estrella de antes, sin clientes y envuelto en pesadillas protagonizadas por su antagonista, el sicario Darius Kincaid. Las situaciones atropelladas se juntan como un choque en cadena que produce una confusión mayor solamente argumentada con la efectividad del encadenamiento y la torpeza del empacho aventurero. La luna de miel abortada del asesino convertido en mantequilla al lado de su media naranja no es apta para problemas del corazón. Salma Hayek aparece como una lagartija guerrillera convertida en
Rambo, despotricando un inglés latino de barrio. Tanta energía no tiene nada que ver con el comedimiento adolescente de un
Ryan Reynolds carameloso y tontorrón. El viaje quema rueda por la
Toscana, junto a maletines con contraseña, gánsteres, persecuciones, peleas de bar, explosiones, tiroteos: más de lo mismo. La aparición de un novio antiguo trae más inconvenientes que recuerdos nostálgicos.