La excusa de que un matrimonio cineasta norteamericanos tienen como destino la isla que vio crecer parte de las obras de Ingmar Bergman es un gancho que sirve para despertar la atención de muchos cinéfilos. Nada más. Quizás la casualidad de que los protagonistas, para impregnarse de la magia bergmaniana, duerman en la misma cama donde se rodó
Secretos de un matrimonio despierte algún interés morboso sin conexión argumental. Mia Hansen-Løve no pretende despertar el interés sobre el cine del director sueco.
La isla de Begman es un atractivo por un nombre convertido en adivinanza geográfica, una curiosidad por su contenido y una decepción resolutiva que tampoco persigue el por qué de su emplazamiento. Se trata de una gira turística por los lugares que el padre de
La vergüenza o
Detrás de un vidrio oscuro utilizó como escenario, trasformados en espectáculo aventurero. La necesidad de acercarse a las venas de Ingmar Bergman presentan un mundo lleno de fantasmas que, según sus expertos, persiguieron al genio del séptimo arte. La vida se debate entre la seguridad de Tony y la manera en que Chris, su compañera, sufre un atasco en el proceso creativo. Las relaciones conyugales se vuelven tortuosas dentro de una cotidianeidad que obliga a crear una ficción rica en personajes y vida. Esta necesidad de avanzar ante el estancamiento proyecta sombras de un desconsuelo interno sin alcanzar la fricción que Bergman tan bien cultivaba. Este encuentro y enfrentamiento muestra la conversión de
Fårö en un parque temático pseudointelectual que recuerda un pasado con el sabor de las proyecciones en
35 milímetros, un paraíso para los nostálgicos del intelecto cinéfilo que prefieren recordar tiempos pasados antes que avanzar en su exploración.