Menos mal que
Julia Ducournau no ha decidido enganchar las escenas iniciales de su película con el pertinente rótulo veinte años después porque hubiera sido el colmo de la irritación general.
Titane, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, es una película fría, aburrida, un engendro aposentado en la indiferencia que hace del accidente la continuación de la tragedia y soledad humanas. La niña provocadora y molesta se convierte en personaje biónico con aire punk. El gen de mala baba evoluciona en mujer sedienta de muerte, no se sabe si por placer o necesidad sádica. El cuerpo de Alexia, que se convertirá en Adrien para regresar a la forma femenina, pasa por una mutación cibernética donde el taller médico se mezcla con el
arte corporal contestatario. El implante metálico se ha interpretado como el inicio de un transformismo identitario donde la ofrenda a lo
queer marca un punto de no retorno en la reivindicación transgénero. Estos argumentos rebuscados quieren dar algo de sentido a una locura cinematográfica. La incrustación artificial sobre una piel tatuada acompaña a una presencia cómoda en el conflicto. A pesar de que la adoración por David Cronenberg está en el ambiente, el intento por rebasar el frenesí se queda en un artificio de técnica notable y contenido pobre. Alexia, para rematar esta opinión, no tiene la potencia feroz de Vaughan en
Crash, ni
Titane alcanza la provocación de la película anterior.