La vida en pareja es conflictiva, y eso es lo que le ocurre a Eddie Brock: no termina de fusionarse con un simbionte convertido en carga para su espalda y mente. Las segundas partes pocas veces son buenas,
Venom: Habrá matanza lo certifica con más pesar que nostalgia. La vulgaridad, hilada con chistes fáciles, se sube a la
chepa de un largometraje vacuo que muere en una agonía prolongada sin motivo. El sentido del humor atrofiado pierde el control entre puñetazos y superpoderes descontrolados.
Las aportaciones apetitosas que recuerden a la
primera entrega quedan reducidas a un espejismo de proezas saltarinas. Este
más de lo mismo se hunde hasta infiernos donde la lucha y la venganza quieren secuestrar la paciencia del espectador impresionable con un argumento demencial. La frescura del capítulo anterior se ha perdido por el camino de una involución que espanta cualquier atisbo maquiavélico. Si la primera tenía algo de atractivo por las imágenes desenfadadas de la comunicación entre humano y alienígena, con aptitudes para convertirse en el gracioso de la película, la confusión, ahora, se adueña de situaciones pánfilas. La sensibilidad que este último podría haber mamado en una convivencia cercana a los sentimientos de un periodista atolondrado tampoco surte efecto. Ambos viven un romance condenados a soportarse. Las pirotecnias de turno son soplos artificiales repartidos por igual. El alien atrapado en otro cuerpo ni asusta ni divierte, ha perdido la convicción ganada en el largometraje dirigido por Ruben Fleischer, un devoto de
zombieland. Está descontrolado y es tontorrón.