Las temáticas centradas en un personaje real tienden a focalizar las intenciones hacia el enaltecimiento de su estampa. Cuando, además, el elemento religioso es parte esencial del argumento, el hilo se tuerce en una exposición magnificente del nombre. A veces, la identidad se entroniza; otras, el martirio se ensalza como camino para alcanzar la beatificación. Ana Josefa, Petra de San José en la madurez, decidió dar un giro a una vida acomodada. El interés que levanta el largometraje homónimo se centra en un inicio terrenal, aburguesado, donde la posición social pesa mucho. El entramado es atractivo e interesante por las intrigas que diversifican una vida desplazada desde el acomodamiento al servicio. La figura central siente vocación repentina por la caridad; sorprende la manera improvisada de aparecer una característica que, inesperadamente, abre una etapa vital que madura de golpe. Esta inclinación piadosa rompe el vínculo matrimonial destinado a perpetuar, en este caso, el linaje. Da al traste con un pilar acendrado en la España de carretilla y mulas del siglo pasado. La ruptura de una tradición decente, el desposorio, causa estupefacción en el círculo familiar. La entrega incomprensible traza una rebeldía suave que desplaza la obligación casadera. A partir de ahora, la catarata de acontecimientos novedosos inunda una vida entregada a los demás sin que el sujeto nuclear aparezca como protagonista de sucesos venideros. La beata Petra futura es otra ficha del tablero fervoroso destacada por el testimonio frío de una humanidad caritativa. El protagonismo de Ana, convertida en la fundadora de la
Congregación Madres de Desamparados, en 1902, supera los detalles de un desarrollo humanístico detallado. Esta evolución lógica del proyecto destinado a proteger al desamparado se pierde por un camino sembrado de buenas intenciones. El guion se deja al amparo de un
Dios proveerá fácil, cautivador sólo para el espectador devoto. La curiosidad por saber cómo finaliza este conglomerado transitorio y celestial saca pecho con momentos históricos como el
terremoto de 1884 que azotó parte de Andalucía. La credibilidad del dato confiere un aspecto de certidumbre que no supera la anécdota. Las referencias se cogen con alfiler para elaborar el relato de una vida practicante que agradará a complacientes y aburrirá al público crítico.
El componente caciquil se hace notar dentro de una sociedad donde la diferencia de clases estaba muy presente. Además, el emplazamiento inicial en el
Valle de Abdalajís (Málaga) hace que la imagen del oligarca se sienta cómoda. El arranque en 1936, con una
guerra civil embrionaria, sirve como nexo temporal para los movimientos en el calendario que agilizan una historia dinámica, sin atropellos. Su evolución es la manivela que disfruta retrocediendo episodios para reforzar el valor del presente. La profanación de tumbas como símbolo identificativo de orientaciones políticas no tiene sustancia. Ramón y Julián son dos hombres sin patria que viven de la rapiña: un arma peligrosa que hace girar la elipsis sobre la que el final se apoya. El encasillamiento fácil presenta a saqueadores desprovistos de uniformes militares, identificativos con bandos ideológicos. Su actitud asustadiza delata a dos muertos de hambre que hacen faenas por encargo de
masones o coleccionistas de huesos.