La simpatía entre
Reid Carolin y Channing Tatum no es nueva. Su primer contacto se remonta a 2012, cuando el primero le produjo al segundo en
Magic Mike, de
Steven Soderbergh, pasando por
Asalto al poder,
Infiltrados en la universidad o
Magic Mike XXL. El paso del tiempo les ha reunido en calidad de directores, sin saber quien es el primero y quien el último. Pocos motivos de alabanza sobresalen en otro cuento de mascotas. El conflicto del Medio Oriente, sus golpes postraumáticos en perro y hombre, la necesidad de encontrarse con batallas antiguas y el revisionismo del pasado unen a estos personajes que hacen del enfrentamiento una vía para la unidad. Es una misión más donde el trabajo se limita a transportar y dejarse llevar.
Dog. Un viaje salvaje no es un largometraje con moralina ni, mucho menos, un largometraje memorable. La relación establecida entre estos ambos, centro del relato, crea una vida compartida bajo la amistad nueva; se convierten en compañeros de perrerías, nunca mejor dicho, juegos y aventuras en las que el ingenio y el tiempo recogen su siembra. El día a día abre las puertas a fantasmas y alegrías del pasado castrense con nostalgia de medallero humanitario. El hecho de que una perra
malinois belga peligrosa sea paquete y un
marine fuera de servicio, con secuelas cerebrales, haga las veces de su niñera crea una situación no deseada por ellos. El contacto inicial mantiene las distancias hasta que ese molde se rompe con un acercamiento que necesita instrucción y acomodo para la convivencia. El recorrido hasta el lugar donde recibe sepultura el compañero de Lulu, y amigo del veterano transformado en transportista de animales, discurre por un trazado de cercanía rocosa y descubrimiento mutuo. Uno aprende a sobrevivir junto al otro. El lenguaje de las miradas, dientes gruñendo, destrozando cualquier cosa que se le ponga delante, como símbolo de la agresividad en la que ha sido entrenado, proporciona una dosis de frescura familiar. La misión final de una perra entrenada para buscar y neutralizar al enemigo comporta agradecimiento y descanso, aunque solo sea para sentir el calor de unas botas vacías.
La dosis de patriotismo nacionalista, basado en el culto a la bandera como tradición nacional, saca pecho en un acto de hombría poco interesante. La fotografía limpia y paisajista sacude las pulgas a un relato podría haber profundizado en la relación perro-hombre sin cariz porteador. El resultado, diseñado como un traje a medida de la patriotería estadounidense, estrecha vínculos afectivos donde sólo existía una relación profesional.