No queda muy claro si el problema que el inspector Maigret tiene en el largometraje de Patrice Leconte, desde el comienzo al final, se debe al guion o al personaje. Quizás la falta de una mano recta que compenetre interpretación con ambientación sea decisiva en una trama floja. El nombre carismático colocado al frente de esta empresa para defender el estatus misterioso no pone nada de su parte para alcanzarlo. Las novelas de Georges Simenon encumbraron al detective como preferencia literaria sin llegar a las indagaciones de
Hércules Poirot ni a la elocuencia psicoanalítica de
Sherlock Holmes. El Maigret de Leconte se queda en el camino de la decrepitud individual y el paso torpe que Gérard Depardieu envuelve con una obesidad característica en su abrigo oscuro. La reflexión sobre el crimen y la moralidad desparece en un intento de alimentar expectación gracias a la fragilidad de la víctima femenina. Clara Antoons, convertida en la evanescente Louise Louvière, atrapa la pantalla con su mirada atemorizada. Esta presencia despierta ese halo inexplicable que las historias con enjundia enigmática esconden y prometen ir desgranando poco a poco. Su aparición, casi fantasmagórica, incita a la convivencia entre los mundos de la alta y baja alcurnia. El silencio y las miradas femeninas alimentan una sensualidad con clase. Su entendimiento rezuma discreción y miedo vestido por el mundo de la alta costura.
Aunque el actor francés ha sido elegido para defender al protagonista de Simenon en una enésima entrega de sus novelas, no puede decirse que este sea el Maigret de Depardieu. No lo es debido a la decadencia en la que el comisario se deja caer por los lugares visitados con pereza, cubierto del polvo que proporciona una curiosidad tranquila, refugiada en la pedantería del silencio. No le sobra una mirada tristona que afina su personalidad coja y observación cansada. El
Cyrano de Bergerac que dirigió Jean-Paul Rappeneau está cansado, como si su nacionalidad rusa le hubiera sentado poco bien. Una investigación ralentizada por la niebla parisina, que nada tiene de impenetrable, deambula a través de escenarios apagados y ágapes artificiales. La parsimonia por llegar a la resolución del caso transmite la sensación de no rastrear las huellas del crimen. El azar facilita un desenlace de maniquí espectral.