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FIRMANDO SU OCASO
Película The Palace


J. G.
(Madrid, España)

The Palace
Ficha Técnica Video    
Cuando alguien cae, puede volver a levantarse porque tiene las fuerzas suficientes para sobreponerse al tropiezo o porque cuenta con el apoyo del tiempo. Roman Polanski, a estas alturas de su carrera, volviendo de todo, no tiene que demostrar nada. No se le puede perdonar que haga del exceso una obra que debamos alabar, plegados a su talento cinematográfico innegable. El director parisino, en su mocedad profesional, se presentó ante Krzysztof Zanussi para recoger algunos consejos como alumno prometedor. Llevaba bajo el brazo el guion de Piratas. El maestro polaco se limitó a ojear las páginas detalladamente, en silencio. A continuación, comenzó a tachar frases sobrantes hasta desplumar el cuerpo de un gallo que se quedó en gallina flácida. El largometraje The Palace debería correr la misma suerte que la purga anterior, redactado en momentos de inspiración etílica que le han podido recordar sus estancias vacacionales en el hotel Gstaad Palace (como dice en algunas entrevistas). La intención de su escritura no ajusta cuentas con el mundo burgués ni lo caricaturiza, ¿se querrá reír de la persecución social que su figura controvertida se ha ganado? Esta carnavalada con traje de tontería ¿no pretenderá que la crítica y audiencia ensalcen su firma? La ordinariez es lo que mejor la define. La exageración del ritual social salida de un estrato podrido de dinero no sorprende. Polanski pone en cada personaje lo peor de la imaginación artística, el mal gusto interpretativo que, unido a una dirección de actores dejada al libre expresividad, convierten a The Palace en la mazmorra de la basura putrefacta con pedigrí, tan rancia como vomitiva: la flor y nata de la zafiedad. Demasiados adjetivos para resumir una película de definición corta, obsoleta según pasan las escenas, neurótica en su memez. No es tan pánfila cuando hace despertar al doctor Jeckyl y Mister Hyde que llevamos dentro. Un ‹no me ha gustado› sin concesiones susurra a los caballos ‹pero, hombre, hay que reírse. Ríete› mientras la burla de Roman Polanski nos escupe vengativo danzad, danzad, malditos. El consciente del pensamiento crítico acabará esta reflexión con una grosería como auxilio ante la voz perdida por la decepción. Gracia, ninguna; mal gusto, hasta más allá del infinito. La presencia del director sentado en su olimpo se percibe al crear un producto tan escatológico, donde el eructo funciona como banda sonora.
 
Hansueli, el director cincuentón del lujoso hotel  
Bill Crush (Mickey Rourke), a la derecha, un yanqui en declive junto a su  secretario, Caspar Tell (Milan Peschel)

Entre idas y venidas esquizofrénicas dentro de un hotel de los líos, en una jornada que despedirá un milenio para recibir a otro, el apocalipsis es corpóreo. La llegada del efecto 2000 es parodiada en forma de temor, incógnita, estafa y excusa para emborracharse en la opulencia del presente. Polanski no deja títere con cabeza al explayar su mal gusto. La fauna histriónica que pulula por esta jaula del derroche es exquisita, produce más pena que envidia. El actor retirado del porno activo desfila junto al yanqui egoísta con aspecto de Andy Warhol cargado de bótox; la complicidad de su empleado angustiado; la marquesa que busca desatascar sus tuberías oxidadas por la edad; el plomero que no hace ascos a esta oferta; su chihuahua copulador con un pingüino convertido en mascota; la gordinflona veinteañera o los empleados del hotel. Los estereotipos del ruso vinculado a la mafia o un harén de mujeres vestidas por los petrodólares engordan este aborto de tebeo que puede valer como último recurso para limpiarse las posaderas cuando el papel higiénico no se tenga a mano. Boris Yeltsin anunciando su dimisión y la presencia de Vladímir Putin revelando un amanecer gubernativo en su país son viñetas políticas sin efecto. Polanski hace de la flatulencia otro miembro de un elenco desperdiciado, henchido de nombres famosos e interpretaciones tan bufas como repelentes.

En el centrro, Anton (Alexander Petrov) junto a su grupo de rusos que invaden el hotel
lleno de maletas misteriosas  
El año 2000 ya ha llegado al hotel Gstaad Palace

Emplear un número inmoderado de palabras para hundir o elogiar a The Palace, algo a lo que este texto está cediendo, es una pérdida de tiempo masoquista. Presenciamos la antítesis del minimalismo, el barroquismo del exabrupto, un monumento a lo decadente con forma de mojón. The Palace es una invitación a tirar de la cadena para dejar que las aguas fecales discurran libres hacia las cloacas que las recibirán con elogios. Su destino merecido.
La presencia en la coguionización de Jerzy Skolimowsky junto a su esposa, Ewa Piaskowska, y Polanski, no se entiende a no ser que haya sido para grapar los folios del escrito. ¿Un pasatiempo entre amiguetes? Los acordes de Alexandre Desplat pasan desapercibidos. Este ejercicio de onanismo ególatra mira al mundo por encima dejando su huella, con forma excrementicia, retando a las buenas maneras de las que el director nonagenario nunca ha sido amante. La falta de ingenio se camufla con un ritmo borracho y casposo. ¿Estaremos ante su debacle antológica? The Palace más que una sátira es una decepción, el ejemplo de cuando lo metafórico se hace repulsivo. No sirve como excusa para renombrar las buenas películas de su filmografía aunque sea lo único aprovechable de este detrito. No se puede caer tan bajo después de haber sido tan grande. Polanski es historia por méritos propios.

J. G.


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