En el día de San Valentín, fieles a la tradición, debemos estar contentos y colgados por ese amor que nunca muere. Igual que ocurre con el cariño entre las personas, el amor hacia la música también esconde reveses; las decepciones son más amargas. Madrid se preparaba para clausurar esta celebración especial en la que todo tenía que ser color de rosa. La llegada de Kaiser Chiefs a la capital rebosaba interés, refrendada por un sold out conseguido hace semanas. El lleno fue absoluto, la expectación: máxima. El grupo de Ricky Wilson esperaba testear con el público madrileño, fiel a su estructura Indie, la repercusión de “Education, Education, Education & War”, su último trabajo. Una prueba de amor con interesantes vibraciones.
Los británicos causan expectación allá donde pisan. Su nombre genera ventas y sus conciertos despiertan el apetito de seguidores expuetos a cortes digestivos imprevistos. Su potencia es el directo; hoy fue su talón de Aquiles. Kaiser Chiefs es una banda que ha superado las etiquetas. Si todavía se les condiera indies, con este concierto demostraron su alejamiento. El pasado se guardó en el bahúl de los recuerdos, decantándose por caminos más convencionales y nada sorpresivos. La curiosidad por explorar un nuevo sonido se ausentó desde el principio y su músicas fue una rosa marchitándose en un presente contínuo.
Ricky Wilson salió al escenario igual que un toro embravecido, envuelto entre ruidosos acordes de “The Factory Gates”. Esta aparición levantó a un público paciente en demasía tras permanecer más de una hora apretado como sardinas sin aceite dentro de una demora asfixiante. Llevaba el fuego en las venas. Se escuchaba un sonido atropellado para despistar al auditorio. Con las primeras canciones surgen las decepciones iniciales merced a una garganta destrozada por una afonía asesina. Fue el primer resbalón que no impidió la algarabía del gallinero. La agonía disimulada desapareció de sus gestos mientras la impotencia de sus cuerdas vocales desmerecieron canciones enérgicas. La credibilidad del espectáculo mantuvo el tipo gracias a la batería de Nick Hodgson. Él fue quien levantó a una banda hundida por su vocalista.
Si no estabas en primera fila, era difícil disfrutar del concierto. El calor de la mecha inicial bajó unos grados con “Modern Way”, asomándose al pop más comercial, menos guerrero y de estribillo pegadizo. Es una de esas canciones que gusta a todos como ruido de fondo en cualquier bar de copas. La garganta de Wilson estaba cada vez más resentida. La letra se convirtió en sintonía desafinada.
Lo nuevo de Kaiser Chiefs circuló libre y holgado, gracias a un sonido notable (excepto algún acople percusivo) y una iluminación impecable que no garantiza esta sala. “Coming Home” sonó como tema estrella del concierto, reciente single de su último trabajo. Un slow tempo muy comercial. El sonido directo resultó demasiado duro para una bella melodía. La comercialidad volvió a sonar con “You Can Have It All” para repetirse en el comienzo saltarín de “The Angry Mob”.
El regusto a The Clash quedó supendido en el aire con el deje machacón que Andrew White y Simon pusieron en “Misery Company”. A pesar de sus fallos, Kaiser Chiefs llegó y convenció ante un público más entregado con el corazón que con su exigencia de escuhar buena música, sobre todo vocal.