El ritmo de música dj ha convivido con la idiosincrasia del rap y sus letras cáusticas. El Festival Fringe se deja cautivar por la interrelación entre el magnetismo del disco girando a 45 revoluciones (HardeeJay a los platos) y el alma de esta música, cada vez menos marginal. La poesía gravita en torno a palabras que no entienden de prejuicios. La expresividad abierta es el lenguaje tribal rompedor de convencionalismos aceptados mientras desnudan su fragilidad con la potencia de un vocabulario que a todos nos resulta familiar. Poesía sobre el barrio, las calles enamoran sin necesidad de drogas. Se reivindica a través de música urbana familiar. Se escupen verdades sobre la sensibilidad del arrabal que convive con un verismo, poco agradable; la hostilidad se convierte en arma erecta sin reposo.
El corazón va a estallar, su latido se siente en cada canción. ‹‹Como puede ser. Sólo veo palabras.›› La comunicación es virtual, el móvil suena, las palabras quieren sobreponerse al peso de la soledad. El rap busca su espacio dentro de una sociedad que, poco a poco, lo emancipa del gueto; aunque todos nos sentíamos parte de una peña musical.
Estos artistas jóvenes son activistas de la palabra: algunos utilizan el lenguaje irritante como arma de su estrategia vocal; otros, denuncian por medio del cuento popular. También los hay que, fieles a una militancia provocadora, son agitadores molestos. Alguno, acompañado por la suavidad del piano, sumerge su lírica en un ambiente menos radical, fiel al compromiso. Su vida es una biografía rapeada sin ayuda de beatbox ni scratching. ‹‹El beso de la droga cazó a uno de los míos››, su cercanía con las ciudades dormitorio se respira de principio a fin. ‹‹Vivo por inercia con la fuerza de un latido.›› Los ritmos crecen en el bucle gracias al gancho interpretativo. Las miserias cotidianas aireadas sonrojan al oyente. Hacen poesía conceptual que camina gracias al equilibrio que sostiene al trapecista sin red. El rap se identifica como ruptura del egocentrismo: ‹‹No sabemos leer las estrellas cuando nos hundimos en el asfalto››. El recuerdo de James Brown sigue vivo.
‹‹La Coca-Cola finge felicidad en la tele mientras sus burbujas duelen.›› Las rimas implicadas no ignoran a la sombra de los inmigrantes negros: sudorosa y penetrante, extenuada. Estamos sometidos por el ente superior de Wall Street, sentimos frustración cuando el buscador de Google no contesta. No escapa la crítica contra la sociedad informatizada mientras el artista se pregunta ¿para qué necesitamos gafas en 3-D si estamos ciegos? Las letras sudorosas arrancan aplausos, lanzan golpes al hígado de una sociedad que se hunde placenteramente en el ego putrefacto de su basura nihilista. Se descolgaban aseverativas entre la intensidad de una interpretación que vivía cada palabra. ‹‹Ni el huevo ni la gallina. Primero fue la mierda en un mundo en el que seremos felices.››
El inconformismo activista que algunos calificarían de anárquico (‹‹Yo ya no voto, quiero un milagro››) se convirtió, con Frank-T, en narración compartida bajo el paraguas de un baobab imaginario. Entre poesía o barbarie, me quedo con el lirismo de las musas congregadas esta noche de personajes descritos por trovadores del verso urbano.