Cuando se acude a un concierto, existe un placer mayor que ver al grupo de turno. Se trata de observar la sudorosa fauna que lo rodea y dejarse llevar. La música desinhibe, cierto; pero cuando la espontaneidad proviene de una personita, el gozo es doble. Quizás porque en cada movimiento, al compás de la música, se advierte el soplo de candor que falta en los adultos; acaso porque estamos contemplando honradez en estado puro.
La niñez no sopesa cada paso ni juzga cada espasmo, sino que se deja llevar por la emoción del instante. Esa entrega al encantamiento de la música sin que la sombra de lo correcto aceche, la encumbra; esa capacidad de plantar cara al equívoco y, encima, hacerlo bien dentro de una improvisación liberadora, merece una sonrisa de agradecimiento. Los niños viven cada momento sin desaprovechar ni un gramo de su peso.
El concierto de R5 fue un acto de reunión familiar, apto para menores. Menores de edad pero grandes en carácter. ¡Cuánto les envidio! La música del quinteto norteamericano hizo las delicias de los asistentes. Entre las muchas sombras que se veían, una se movía con la ligereza del saltimbanqui y agilidad bailarina. Una niña de aproximadamente ocho años, teléfono móvil en mano, saltaba y se desmelenaba con gran soltura coreográfica. Se sabía todas las canciones de la banda y las chapurreaba con un inglés que ya quisieran muchos entendidos tener. Saltaba para ver a su grupo, lanzaba el móvil al aire intentando captar la instantánea que luego colgaría de su pared digital para no sentirse menos que las demás chicas; para ser más mayor. Entre selfies, autorretratos discotequeros y posturas que reflejaban su anexión a la simbología yanqui, daba un gusto sano contemplar los movimientos de su gimnasia musical.
Dejando a un lado el mundo de los mayores, buscaba establecer con las canciones el vínculo sagrado de la devoción fan que se desmelenaba en este bailoteo juguetón y simpático. Su naturalidad despertaba la ternura del que no cesa en conseguir una meta imposible: la instantánea borrosa del artista. Irradiaba felicidad en el intento, rebosando energía; ajena a la histeria colectiva del seguidor neurótico.
Las canciones se amenizaban con el toque personal de posturas alegres, copiando cualquier vídeo cazado en Youtube o MTV. Sus movimientos suplicaban un “mamá, yo de mayor quiero ser bailarina” convencido. Tan suave como inocente; hermoso y simpático. ¡Que no se apague la ilusión!