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Histórico

 


SE FUE LA MATERIA, EL ESPÍRITU PERMANECE
(David Bowie, el rey del glam-rock, ha muerto)

J. G.
(Madrid, España)

David Bowie. El hombre desde las estrellas

La conmoción musical se ha apoderado de 2016, todavía retoño, en forma de cadena mortal. Una conmoción morbosa que humaniza, con gesto sorpresivo, nombres inalcanzables. La muerte de Lemmy Kilmister despidió 2015 embalsamada por el manto de una traca final sombría, dejando su Bourbon a medio terminar. Natalie Cole, Aretha Franklin y David Bowie se han unido al círculo de los muertos para formar un Breakfast Club icónico, en un último gesto de rebeldía terrenal. Su desaparición les arrebata, sin derecho a réplica, la condición, más atractiva, de ídolos vivientes.
La muerte del Duque Blanco ha convertido en llanto terrenal las lágrimas por su pérdida mientras las portadas de sus discos se cubrían de un glamour fúnebre convertido en reliquia. David Robert Jones siempre será David Bowie, el nombre de una navaja afilada, como su música. Su hoja sufrió el desgaste corpóreo, puliéndose en la templanza que proporciona el paso del tiempo. Cayó en etapas donde el aguijón inicial de sus canciones se convirtió en punta roma, cediendo ante la comercialidad que le permitiera seguir aumentando su cuenta bancaria.

Bowie fue prestidigitador del teatro de la vida, de la mutación creativa, del sacrificio y las cenizas reconstruidas; el Pierrot (“Ashes to Ashes”), el villano (“Labyrinth”), el monstruo (“Scary Monsters (And Super Creeps)”), el astronauta (“Space Oddity”). Bowie lo fue todo. El hombre aislado que, entre el hotel y el concierto, sólo se comunicaba con la limusina, reservando fuerzas para lanzar su magnetismo sobre el escenario: donde nadie le podía ganar y todos admiraban su improvisación trabajada. Fue un inventor de personalidades que hacía suyas en un parto sin dolor. Las creaba con la misma facilidad que las aniquilaba, amante de los álter ego. Desde que en 1953 su padre se llevara a casa un puñado de vinilos con música de Frankie Lymon and the Teenagers, The Platters, Fats Domino, Elvis Presley y Little Richard hasta su último suspiro en compañía del cáncer, Bowie se reinventaba cada segundo. Superó a Prince en este proceso, con una imaginación menos minimalista que el genio de Minneapolis pero inigualable. Es extraño que Channel no se fijara en él por sus peculiaridades camaleónicas.

La leyenda viviente se pasea entre los espíritus riéndose de los vivos, siempre rodeado de misticismo andrógino.

Agonizó 2 días después de su 69 cumpleaños, cuando, a modo de regalo póstumo, había editado su último disco, “Blackstar”. Se agarró con fuerza a la vida y no dudó en abandonarse a los brazos de Tánatos en un nuevo viaje sideral del Mayor Tom, superando el trayecto de la sonda espacial New Horizons hacia Plutón.
Entró en el círculo de la vida de la misma manera que la dejó: sin pedirlo y dando guerra. Desde su llegada al mundo hasta el último acorde de la canción que cierra el LP, el transformismo hermafrodita se paseó con el lujo que proporciona la desinhibición más absoluta. Fue un dandy que sabía reírse del mundo y asustarse en él. Caimán de una vida apoyada en el exceso, el glamour y el ingenio. Un músico que nació para darlo todo, y escogió el pedregoso camino de la ambigüedad para mostrar esa diferencia que separa lo común de lo particular. Desde “The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars” su vida fue un constante cuento de personajes. Vivió rápido, adelantado a su tiempo, sin intención de convertirse en septuagenario. David Robert Jones ha muerto, el Duque Blanco nunca podrá desaparecer. Ojalá que su fallecimiento no contribuya a engordar la estela del mito hasta los confines malditos del homenaje póstumo, las reediciones de su obra o la obligación de gimotear su pérdida.

A David Bowie no le gustaría que se llorase su funeral; supone un paso más en la infinita carrera del mito musical. Amigo del glam, el rock, la cocaína, la autodestrucción y la promiscuidad berlinesa, junto a Lou Reed, fue capaz de postrar el negocio musical a sus pies. Tomó el pulso al momento que le tocó vivir con esa mirada hipnótica de doble colorido, producto de la anisocoria que le produjo una pelea de amoríos quinceañeros. Siempre optó por la visión menos normalizada de las cosas; por el lado rebelde, poco explorado, más aventurero. Tan fascinante como turbador, pagó en su comienzo la soledad del triunfador. Creó a Ziggy Stardust en 1972 y lo mató el 3 de julio de 1973 ante un abarrotado Hammersmith Odeon londinense. Sin quererlo, Bowie se convirtió en astronauta cuando la BBC cogio la musica de “Space Odity” como sintonía para la llegada del hombre a la Luna.

Los 80 significaron el comienzo de un bajón en su carrera musical. “Let's Dance" se convirtió en un llena pistas y una muerte anticipada del Bowie original. Renovarse o morir: lo sabía y se lo aplicó. La banda sonora de “Labyrinth” es un recuerdo comercial. Su carrera de trota escenarios se paró en 2004, cuando fue sometido de emergencia en Alemania a una cirugía de corazón para tratar una arteria bloqueada. Esta desaparición repentina de la vida musical pública aumentó la leyenda negra de especulaciones sobre su estado de salud. Dos nuevos discos (“The Next Day” y el reciente “Blackstar”) acallaron esos rumores. Bowie no quería ganar la batalla a la vida, buscaba ponerse a prueba ante su talento musical. El camaleón de mirada bicolor se rió del mundo en su epitafio: “hasta luego; ha llegado el momento de que vosotros me reinventéis”. Adiós Ziggy, busca en el silencio de la muerte tu mejor inspiración. (Y si ves a Lazarus, dale recuerdos).

 

 

J. G.

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