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LA INCOMODIDAD DEL ARTISTA
Y LA ESPERA RELAJADA DEL PÚBLICO
(Imprevistos en los conciertos al aire libre, 15-mayo-2017)

J. G.
(Madrid, España)

Ferias al aire libre con música
   

Los músicos que tocan en las fiestas patronales forman parte de un enjambre pirotécnico. Su tarea lúdica, emparentada con el componente social, enriquece las funciones comunicadoras gracias a altas dosis de prestidigitación verbal.
El público no puede desviar la mirada del escenario a pesar de sentir cercana la tentación en forma de manzanas caramelizadas u olor penetrante a pan con tomate. Ser músico de feria, o fiesta patronal, permite al artista disfrutar de esa libertad hogareña que sólo encuentras en el salón de tu casa. El espectador que acude a los conciertos donde se paga por el espectáculo se pone nervioso con más facilidad. Estamos acostumbrados a entender que el desembolso da derecho a reclamar cuando lo ofertado no ha satisfecho las necesidades deseadas. Aquí, el factor sorpresa no viene incluido en la gratuidad de la entrada que ya ha cubierto el consistorio con el dinero de todos.
Hay dos cosas que incomodan a los artistas que dan vida a estos bolos populares: la existencia de fallos técnicos -común con todo tipo de espectáculo- y el soniquete procedente de las casetas adyacentes al escenario.

La gente, excepto la de las primeras filas, aguarda el comienzo tirada en el suelo, acompañada por la litrona y ese griterío silvestre que los encuentros al aire libre brindan, donde todos tenemos que hablar más fuerte para ser entendidos mejor. Es nuestro propio concierto de canción de autor, donde importa menos lo que se diga que el hecho de ser oídos. Mientras, con todo dispuesto en el escenario, nadie se atreve a arrancar: el grupo preparado, los técnicos en su última revisión y los aparatos dispuestos a no funcionar a la hora prevista. Las idas y venidas nerviosas de los pipas; las guitarras tocando mudas; uno, dos, uno, dos imperceptible frente al micro. El caos se toma su tiempo en desparecer queriendo formar parte del espectáculo como invitado imprevisto a la fiesta; ese espontáneo molesto siempre preparado para saltar, y veces lo consigue. Los nervios del vocalista presto a romper el hielo se enervan. El sudor que los focos provocan se trasforma en exudación generada por la tardanza y el descrédito que mancha su expediente musical; el calor altera la transpiración forzando la espontaneidad. Las palabras se convierten en una llamada al rebaño: Madrid... vamos, más ruido. Se está bien ahí bajo. A ver que os oiga (adoptando esa postura de sordo sin audífono mientras la oreja se convierte en radar de ruido sucio). Sigue en el intento de no espantar a la masa deseosa por sentir su ritmo musical, de mantener encendida la vela hasta que su música incendie el escenario. Las frases ocurrentes se mezclan con los chistes recién paridos; el calor del mitin confraterniza con la cercanía del lenguaje popular. La garganta agarra un principio de afonía inesperado, atragantada por los nervios y la voz falsa.

Las casetas circundantes al escenario se convierten en altavoces de su propia música buscando la atracción del cliente. Competencia desleal piensa el artista sobre el escenario; alma de la fiesta y bodega espiritosa para el público. Su repertorio es una lista de éxitos convertida en flauta mágica mientras “Dancin' in the dark”, de El Boss, se mezcla con un poco de Rihanna o algún grupo rociero de cuyo nombre nadie se acuerda.
Los cuerpos, apostados en las barras como estatuas, se dejan llevar por el baile borracho de la espera. Impera el caos colorista con olor a fritanga y chorizo grasiento, tan apetecible como requemado. Es la salsa y sabor de la fiesta popular hasta que la voz del escenario lanza un ¡qué pasa gente! capaz de reconducir las miradas hacia el foco de atención que había perdido el norte. Como decía Joaquín Sabina: pongamos que hablo de Madrid.

 

 

J. G.

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