Del escenario oscuro emergieron voces femeninas que elevaron un coro en inglés celestial y, envueltos en su intro sinfónica, la presencia de los madrileños No Dogs incendió el escenario del Festival de Rock Bustamemphis. A pesar de que arrancaron con puro rock de guitarras en el sentido más descarnado, su presencia y ademanes se dieron un aire al Hardcore de los 90 entre colores semi oscuros y tatuajes. Hipnotizan con la fuerza de la música que entra sin problemas para instalarse en el cerebro de manera enfermiza y posesa. Huelen a grunge. Las guitarras sonaron cristalinas y duras como el brazo de un gigante musculado por el ritmo de su intensidad eléctrica. Demostraron ser una joya escondida del rock nacional, fácilmente exportable como pata negra.
La banda liderada por la voz de Wild Dog (que también aporta su grano en las programaciones) ofreció un auténtico recital de guitarras desgarradas. El segundo tema bajó el ritmo con una frenada pasmosa: desde impulsos acelerados hasta el sonido sinfónico reposado para, luego, subir de tono como en una montaña rusa llena de curvas. Además de crear atmósferas lunares, en ningún momento se apartaron de la psicodelia experimental clásica. Son un todoterreno roquero lleno de eclecticismo eléctrico. La voz de Wild Dog jugaba a reproducirse en falsete, imprimiendo un matiz acelerado a unos textos que, rasgados y fríos, sobresalían por su sabor metálico, directo, tántrico.
Los veinticinco minutos escasos de actuación supieron a poco, a rapidez demasiado cronometrada. A No Dogs sólo se les pudo achacar distanciamiento con un público hermético, como si estuvieran en otro planeta. El sabor a concierto inconcluso es imperdonable: uno de los puntos negativos que presentan festivales embutidos en una programación sujeta al reloj.