A través de internet, con una puesta en escena austera en formato de local de ensayo, el guitarrista y compositor yeclano Juan Saurín presentó Carmen, una obra para banda sinfónica y grupo de rocl/metal que lleva el nombre de su hija. El estreno mundial de esta pieza no tiene nada que ver con la homónima de Bizet. El acompañamiento de la Banda Sinfónica de la Asociación de Amigos de la Música de Yecla lo envolvía en juegos sinfónicos próximos a la interpretación roquera, con todas las papeletas para erigirse como un concierto familiar. La dirección del maestro Ángel Hernández Azorín ajustaba cada tono orquestal a la precisión acompasada con el ambiente eléctrico que salía de las cuerdas de Saurín. Ambos formaron parte del paisaje imaginado a través de sus acordes. La gestualidad del primero, sin mascarilla, fue el contrapunto de la ejecución más interiorizada del roquero.
Las tres partes de este concierto reducido de tiempo y espectacularidad mantuvieron el carácter instrumental durante unos cuarenta minutos con guitarras inquietas y vivas. La fusión de una banda de rock con otra, cultivada en el clasicismo sinfónico, llenó un acontecimiento singular. La fauna sonora jugó con una pluralidad revoltosa de cadencias coloristas.
El primer y tercer movimiento fue de carácter instrumental; la voz del barítono José Antonio Cecilia marcó la letra de Fernando Varela en el segundo. Su presencia acompañó al sonido poderoso sin alcanzar el encumbramiento tonal capaz de erizar la piel. Los paisajes sonoros se intensificaron. La sensación de cuento medieval ganó protagonismo. La tranquilidad paradisíaca se impuso a la épica con aires calmados de guitarra ligera. Los dedos de Juan Saurín dieron voz a la soledad de la batalla, agotada en un campo triste; recorrieron el traste acelerados mientras las notas se deslizaban rápidas y ligeras, constantes y fuertes, dominantes; el impulso batallador creció entre sus carnes; se adivinó un castillo medieval en el horizonte.
El xilófono marcó la tranquilidad que anuncia la tormenta con aparato eléctrico y estruendos. Matt de Vallejo golpeaba el eco en la batería; poco después, un viento calmado sosegó la tempestad levantando olor a tierra mojada. La épica inicial volvió sin alcanzar la calidad emocional que apasionara, con instantes de musicalidad heroica y fanfarria procesional. La transmisión sencilla no eclipsó momentos de lucidez sonora que hubieran sido mayores si las circunstancias lo hubiesen permitido. En un auditorio o sala de conciertos, Carmen, acompañada de pentagramas luminotécnicos, debe ser una experiencia sensorial.