El 23F se ha convertido en fecha imborrable del anecdotario maldito español. Su recuerdo lleva impreso el nombre de Tejero, grabado en la memoria con un gráfico “todos al suelo” que, treinta y cinco años después, sigue produciendo escalofríos. Lo conocido y lo que falta por descubrir sobre lo sucedido lo convierten en un día que no envejece con el tiempo. Sigue momificado en un pasado telúrico, adelanto de las conspiraciones que alimentan la actual corrupción política.
En 1981, los inviernos eran inviernos de verdad; febrero obligaba abrigo y paraguas. El pulso de la actualidad se descubría a golpe de periódico, las mañanas invitaban al cafelito y bollería recién sacada del horno: España todavía estaba para bollos. Sus señorías debatían, británicamente supongo, sobre presente y futuro en el Congreso: refugio de sucios comunistas, para unos, y chaqueteros del Antiguo Régimen, para otros. Entre los dos arrasaron España en una Guerra Civil que sí que la rompió y de cuya época aún no se han remendado las heridas. Ahora entiendo porque el hemiciclo siempre ha estado dividido en sillones rojos y azules. La Historia nos persigue, siempre la historia funesta; el lado amargo de la camaradería política y el atrincheramiento ideológico. |
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“La culpa de este fregao la tienen los políticos”, decíamos en 1981; lo seguimos diciendo hoy, sin ánimo golpista aunque con ganas de patear el culo a más de uno. La corrupción todavía no se había convertido en un fenómeno popular; pertenecía a las altas esferas jerárquicas. Bastante teníamos con arrancar al viejo Seat 600 que se negaba a conducirnos hasta el trabajo, cuando el trasporte público no era una concienciación colectiva. Los leones del Congreso seguían como hoy: imponentes, símbolo de que una justicia sólida protegería a nuestra joven democracia. Vigilantes perpetuos, prisioneros de un corazón metálico, dueños de una acinesia inmortal que les haría contemplar cómo se atropellaba nuestra Historia sin poder dar la alarma.
Quienes disfrutábamos de un febrero adolescente, respetábamos el horario de la rutina escolar. Latín, mates, Bilogía, Física, Griego, Gimnasia y Latín otra vez, ¡que tabarra! Una insistencia que nos aseguraría el pan de mañana. Parecíamos políticos sin sastre ni sillón pero con responsabilidades. En el patio donde los sueños toman forma, sosteniendo un bocadillo con más pan que chocolate, los rumores comenzaron a inquietar el ambiente. Algo había ocurrido en la inexpugnable fortaleza de las Cortes; algo indefinible que comenzaba con balbuceos, se convertía en temores, para terminar con pronósticos.
– “¿Han entrado en Las Cortes?, ha habido un golpe de Estado; ¡se llama Tejero!”
– “¡Ya volvemos al 36!”
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Los nervios circulaban con una libertad inquieta por todas partes salvo por la mente curiosa de un chaval de 16 años.
Adiós clases, adiós rutina, adiós rigor académico; era hora de aprender fuera de las aulas. Los periódicos lanzaron ediciones vespertinas especiales –corrí a por ellos, buscando la conexión entre el hecho informativo y su interpretación– . Las orejas se calentaban pegadas a una radio hirviendo. El caos se adueñó de las calles, España se paralizó asestada de muerte en pleno estómago. Conservo, tan frescas como el primer día, aquellas viejas grabaciones en cinta magnetofónica robadas a la televisión. El golpismo secuestró los ideales de la Democracia, y lo que pensaba convertirse en un golpe desestabilizador, nos unió más: el deseo de libertad.
Tejero –un aspirante a Harry el Sucio–, pistola fálica en mano, quiso que mordiéramos el polvo de la manera más humillante: secuestrando nuestra independencia. Aquel 23 de febrero de 1981 había una canción que no dejó de sonar en los 40 Principales antes del tejerazo: “Another One Bites the Dust” o “Que otro muerda el polvo”, de Queen. La vida está llena de casualidades. |
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