Ha pasado un año más, y van 38. La política española se tambalea a ritmo de samba constitucional, huérfana de nombre propio, mareada por un baile de siglas políticas cada vez más enquistadas en sus luchas internas. Hoy, como cada año, es un día para celebrar; sin embargo, entrado el siglo veintiuno, esto huele a podrido y mezquino. Rajoy, al final, ha conseguido formar gobierno mientras el sueño del 78 se expande como alma en pena, se extingue como un planta ajada, ensombrecida por su oscuridad. El día de la Carta Magna se derrite entre actos institucionales vacíos y solitarios. Los políticos también se van desvinculando de esta ofrenda rutinaria al pasado para pensar en un futuro federalista o republicano, ausente de la fidelidad a una Constitución cansada.
Casi cuarentona, la segunda Constitución democrática española no ha aprendido a emanciparse porque sus padres la adoran tanto que prefieren mantenerla embalsamada con incienso demagógico.

Tras nacer arropada por las chaquetas de pana con coderas, esta nieta de la Pepa hoy presume de ser la primera fémina barbuda española hipster cuyos sobacos necesitan una buena ducha.
Modernizar la Carta magna no es sinónimo de romperla ni profanarla, tan sólo adaptarla al presente; actualizar nuestro sistema operativo político. El primer cambio sería introducir el concepto crisis como fenómeno global perteneciente a todos por igual y no a una inmensa mayoría obligada a recoger los platos rotos de políticos mercenarios. Mientras el presidente español tenga la llave del Senado y los políticos sólo dialoguen a cerca de la necesidad de establecer un pacto para comenzar a debatir la naturaleza constitucional del 78, el tradicionalismo manda. Mariano Rajoy está más pendiente de las pensiones, el pacto educativo, la estabilidad económica. ¿Existe miedo a enfrentarse a la posibilidad de una España federal o la autodeterminación?

Los actos institucionales han estado vacantes de presencia autonómica: menos gastos de desplazamientos y dietas que el contribuyente tiene que sufragar. Todo tiene su lado positivo. Los catalanes han optado por ir hoy a trabajar en una huelga a la japonesa: a ver si cunde el ejemplo para otras festividades. Pero, el 6 de diciembre se recuerda siempre como el puente de la Constitución, como el ensayo de celebración previa a las Navidades. Once millones de vehículos han inundado las carreteras huyendo del agobio metropolitano para lanzarse al vacío de un acueducto que cada año se repite como Bill Murray Atrapado en el tiempo. Ya vendrá luego Paco con las rebajas de enero y febrero. Por un día, el pueblo deja que los políticos se despedacen entre sí con su parafernalia de activismo representativo.