A los españoles nos gusta mucho festejar los aniversarios cuando alcanzan su madurez. Se adquiere, con la edad, la categorización que sólo el paso del tiempo concede. Asimilamos con júbilo, sobre todo si la lucha ha estado por medio, que cumplir años es sinónimo de abolengo. Han pasado cuatro décadas desde la primera manifestación del Orgullo LGBT de Madrid. Ese 25 de junio de 1978, poco después de que Arias Navarro inundara las televisiones en blanco y negro con un otoñal ‹‹Españoles, Franco ha muerto››, los aires de libertad comenzaban a soplar aún temerosas; el pronunciamiento sexual abierto vivía momentos embrionarios dentro de un clandestinidad perseguida. Un puñado de valientes salieron a la calle, conscientes de su atrevimiento, en defensa de esta diversidad. Su ocultamiento, hasta ahora sometido al ámbito privado, debía ser despejado como una ecuación moral irresoluta en una España transitoria. El miedo instaurado se despojó de sus hechuras encorsetadas. 1978 había despertado de una muerte con olor a pólvora fratricida.

Después de Stonewall, la marea de libertad rompió fronteras con hambre expansivo. España tuvo su revolución particular el 26 de junio de 1977, abanderada por el Frente de Liberación Gay de Cataluña (FAGC), para acabar con la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social que Franco aprobó en sus últimos años de vida. Madrid se quitó la mordaza impuesta por un totalitarismo ultranacionalista que no había despertado de la sacudida que la muerte del dictador supuso. Con un año de diferencia, junio fue el mes de la revolución. Un acto ilegal estaba apunto de convertirse en símbolo de la libertad amordazada, consciente de que la senda que empezaba estaría repleta de caminos cortados y callejones sin salida. Cuatro décadas de marcha imparable constatan que la valentía inicial mereció la pena.
Hoy, dentro del colectivo LGBT (y sus derivados), las voces polémicas que se alzan contra la celebración del Orgullo también tienen su espacio. La corriente más crítica se opone a lo que considera un mercantilismo de las ideas, a la conversión de esta fiesta anual en puerta abierta para el negocio puro y duro que ha olvidado el espíritu del 78 español y del 68 neoyorquino. Algunos buscan el lavado de imagen (pinkwashing) mientras dicen sostener los pilares de la reivindicación sexual: se vio ya el año pasado con la celebración del Orgullo. Los derechos siguen pisoteándose mientras la terminología lingüística se internacionaliza. El vocabulario español afianza palabras como gay-friendly, bulling, queer o straight convertidas en moda progresista.

40 años después de la primera manifestación del Orgullo en Madrid, la confluencia de las calles O'Donnell y Menéndez Pelayo respira las mismas sensaciones sin temor a los grises. 40 años después de que los homosexuales fueran perseguidos por una ley llamada de vagos y maleantes, hemos ganado derechos pero seguimos retrocediendo en respeto. La tenacidad de una mayoría creciente permanece igual de expuesta a la agresividad de quienes no desean entender. 40 años después de que las voces silenciadas salieran a las calles, miramos al pasado con orgullo para que la igualdad solidifique sus bases: sin miedo. 40 años después del comienzo de una reivindicación convertida en derecho, la batalla no ha terminado. Hoy es un día para recordar aquellos años oscuros en los que el silencio campaba con libertad dictatorial.