Han pasado cinco años y no nos hemos dado cuenta. Cinco años largos desde que un concierto musical se convirtiera en una sinfonía mortal. La sala Bataclan contempló como casi noventa personas se desplomaban en su último baile. Desde entonces, hemos podido reflexionar sobre el poder de la agresividad enferma, hasta dónde estamos dispuestos a consentir su evolución, los medios para atajarlo. ¿Hay que ser civilizado con él o se combate con más de lo mismo?
El tiempo ha ayudado a olvidar pero nada se perdona en cuanto las hemerotecas desempolvan el pasado. El terrorismo es un fenómeno ambulante que nace y muere en la cuna del adoctrinamiento. Vivir sin él es un imposible porque siempre habrá locos dispuestos a sacrificar su vida, y la de otros, en favor de una abstracción que promete lo que no conoce. Su mueve como una serpiente de cascabel entre la normalidad. Aparece y desaparece protegido por la cobardía de ejecutores radicales en el propósito aniquilador. El mal de la ideologización es alimentado por manipuladores que juegan con el desencanto. Estas celebraciones duelen porque sabemos que nunca terminarán, laten en la continuidad del extremismo. Quienes hacen del horror un arma para reivindicar lo que su inteligencia no sabe defender con el debate las explotan para sembrar más miedo.
El enfrentamiento violento con la paz es algo que hemos asimilado sin rechistar. El estado del bienestar ideológico es una quimera que los radicalismos no quieren discutir con palabras sino imponer a bombazos.
Los atentados de Bataclan forman parte de la Historia como recuerdo ensangrentado de un viernes 13 maldito. No podemos permitirnos el lujo dialéctico de regresar al choque de civilizaciones como causante del dolor un lustro después. Hoy, asesinar es barato con la ayuda de un dios y lobos solitarios dispuestos a pintar con sangre ajena el camino hacia un paraíso inexistente.
El barrio parisino de Saint-Denis fue el colofón a una cadena de matanzas consecutivas organizadas con mente fría y calculadora. El miedo de la población se sumó a la tragedia humana. La mentalidad de psicosis atacada se esparció como un virus desconocido. Todavía quedan secuelas que no podrán curarse en su totalidad. La única manera de sepultarlas en el desprecio es no usar el ojo por ojo sino una pedagogía política que enseñe el diálogo entre países, culturas y religiones como elemento sustitutivo del odio.
Los ataques más recientes en Niza o Viena recuerdan que la violencia nunca abandona sus ganas de atacar. Siempre habrá locos capaces de abrazar la muerte llevándose por delante a quien haga falta. La alerta máxima se ha desplegado en Francia a la búsqueda del enemigo invisible. Su perfil ha dejado de ser extranjero. Las células yihadistas siguen captando adeptos a la causa suicida entre las clases de perfil social bajo porque se manejan con mayor facilidad. Macron habla de ‹‹acabar con el separatismo islamista›› en el país con más población musulmana de Europa. Bataclan sigue en pie como un símbolo al martirio. Daesh busca la publicidad mediática con estos actos y su condena exige recordar el pasado para vigilar que no se repitan. En el reino del terror nada es predecible excepto el funeral. Ojalá que estas conmemoraciones dejen crecer las flores en vez de nutrir rencor.
Los disparos a quemarropa distorsionaron el rock californiano de Eagles of Death Metal en el conciertos más letal que han vivido. Ni la terapia profunda puede reparara la parte del corazón dañada pase el tiempo que pase.
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