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LAS VOCES DEL SILENCIO

PALABRAS SOLIDARIAS
Histórico

 

LA VACUNA MÁS ESPERADA DEL SIGLO YA HA LLEGADO
Gran Bretaña elige Pfizer con ilusión

JGS

El gobierno de Boris Johnson administra la vacuna del laboratorio Pfizer para inmunizar contra la COVID-19
 

La vacuna que protege de la COVID-19 ya está aquí y ha llegado por Navidad como los turrones que nos han acompañado siempre. La ilusión se ha convertido en realidad para los británicos mientras el resto esperamos ansiosos recibir el mismo caramelo. Es tiempo de que su patriotismo estire brazos e hinche venas para que la vida sea inoculada en ancianos y sanitarios primero. El gesto del Tío Sam, en el afiche creado por el ilustrador James Montgomery Flagg, y las palabras de John Fitgerald Kennedy se mezclan con una efectividad implacable, peligrosa. Esta conjunción perfecta se pregunta qué puedes hacer tú por la vacuna, no ella por ti para que esto funcione. Quizás aquí radique el meollo de la cuestión: para confiar en su efectividad, primero debemos cumplir a rajatabla las normas de convivencia que sólo respetamos cuando el miedo ahoga por obligación. Y eso significa romper los pactos que tenemos adquiridos con la diversión y el encuentro navideño. ¿Los elegidos abrazarán estas Pascuas con entusiasmo entronizado? El peligro de la recaída espera tras la pérdida de respeto sobre algo que desconocemos, cualquier prevención es poca. Ponerse la vacuna contra la COVID-19 no impermeabiliza de la pandemia igual que cuando nos aplican la del tétano, que es decenal, o la de la gripe con renovación cadañera. La llegada del producto fabricado por Pfizer/BioNTech tranquiliza la inseguridad de la indefensión absoluta. Su cosquilleo no protege del autoengaño que relaja las medidas de seguridad higiénica ni bloquea a políticos inútiles y de pancarta. El virus puede irse de vacaciones, cambiar la chaqueta, hacerse cirugía; todo menos desparecer. Entonces, habrá que empezar desde cero.

La carrera de las marcas convierte un problema de salud internacional en bazar donde los privilegiados pueden comprar cantidades acaparadoras con más egoísmo que fraternidad. Las conversaciones entre amigos intercambian cromos, presumen de segunda residencia o coche nuevo: Yo tengo la de Pfizer; me han suministrado la de Moderna; ¿qué me dices de la Ad5-nCoV china?; pues donde esté la de Oxford. Hasta un Sputnik de nueva generación puede correr por nuestra sangre. El combate contra el coronavirus avanza en una carrera de la industria farmacéutica por hacerse con la tarta del negocio sanitario, preocupado por la jugosidad del mordisco. Las naciones desarrolladas, y ricas, son las que no tendrán agujetas en este maratón. Comienza la diplomacia vacunal, la solidaridad vacunal, el desnivel vacunal, la velocidad vacunal en una erradicación que mueve intereses económicos.
El Programa COVAX de Naciones Unidas se retrasa por el impulso del mercado. Ahora, todos queremos el chute salvador; más adelante vendrán las querellas por daños y perjuicios si la inyección no se comporta como se esperaba. Las anomalías, que técnicamente se denominan efectos secundarios, se conocerán con cuentagotas y entonces ese 90 o 95 por ciento de efectividad que los laboratorios garantizan temblará. Para otros son daños colaterales; todo vale en la jerga del boticario institucional. No leemos las contraindicaciones o una voz humana amiga las explica pocas veces. El problema y la fuerza de lo desconocido existen gracias al riesgo de los decididos. Siempre ha ocurrido así con un medicamento nuevo. El compuesto de Pfizer y el de Moderna requieren una dosis doble. La segunda debe administrarse a lo largo de los siguientes 28 días. Las primeras dudas sobre su efectividad se despachan con fórmulas científicas focalizadas en tener definido el impacto, como indica el vacunólogo Amós García. El tiempo y la prudencia certificarán su efectividad, lo demás es cacharrería.

La cautela no apoya al negacionismo del coronavirus; es comprensible que el instinto primario nos repliegue ante lo desconocido. Si todo funciona bien, como debería ser, habrá que reconocer el mérito de los primeros valientes inyectados por decisión propia mientras los indecisos se refugian en la caución. La mitad de la batalla está ganada si las promesas no hunden las esperanzas.
Se ha abierto un debate interesante sobre la licitud de pedir las cartillas de vacunación como si fueran un carné que discrimine ciudadanos sanos y enfermos potenciales. El apartamiento entre los que han seguido el protocolo y quienes deciden esperar o renegar de él se agrava en términos sociales y laborales. La controversia que induce a la reflexión entra en el terreno movedizo de lo personal y lo colectivo. El debate se presta a infectar abscesos por donde virus más dañinos como la intolerancia o la ignorancia pueden colarse.

Mientras Boris Johnson sonríe para la foto preocupado por el Brexit, Margaret Thatcher habría vacunado a sus compatriotas con mano de hierro, sin paliativos y por seguridad nacional. Se han hecho chistes sobre si William Shakespeare, el segundo ciudadano en recibir el pinchazo contra la COVID-19, respondía a una estrategia política y publicitaria. Más de uno se estará preguntado: ponérsela o no ponérsela; esa es la cuestión.

 


JGS

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