Se aconseja quedarse en casa durante la Navidad. Esto, que suena a frase publicitaria, lo dice Hans Henri P. Kluge, director regional de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para Europa. La llamada involucra a la supresión de reuniones familiares para combatir la expansión de la COVID-19. No es un personaje cualquiera encargado de accionar el telar de la salud internacional. Y, aunque lo fuera, su advertencia merece ser tenida en cuenta con la que está cayendo. Este virus adoptado por fuerza como otros más de la familia ha trastocado nuestra vida. La ilusión preparativa de las fiestas navideñas ha perdido su dimensión gozosa. Las celebraciones que se preparaban ya no son el aperitivo de comilonas grasientas y juergas de infarto que vivían su resaca durante las rebajas de enero. Berlanga trasformó la caridad cristiana de ‹‹siente a un pobre en su mesa››, con alma de publicidad franquista, en una genialidad llamada Plácido. Ahora, contra menos seamos, mejor por misericordia.
La presencia del coronavirus es mortífera y efectiva, está matando lentamente como una rata que roe con templanza tibetana el hueco de una sociedad creída invulnerable. La propagación de esta pandemia no distingue entre mundo pobre y rico sino precavidos e inconscientes que niegan lo molesto para su paranoia política. Las víctimas duelen en ambos casos aunque con intensidad diferente.
El hombre es un animal rebelde; una bestia acostumbrada a tropezar las veces que haga falta en la misma piedra. Los que saben no se cansan de avisarnos sobre el peligro descubierto y desconocido del coronavirus; y tú, que si quieres. Los gobernantes de turno, cada uno según sople el viento en su tierra, reducen las ciudades a tableros cuarteados por zonas sin sentido. Las calles son frentes de guerra opuestos ante un enemigo común incapaz de neutralizar. Sus adornos, un cachondeo luminoso que intenta parchear un problema gordo sin resolver por descoordinación, intereses personales, desconocimiento o incapacidad. ¿Para qué tanta guirnalda externa si el espíritu navideño que incita a la convivencia hace tiempo que se paró? Ahora, se llama miedo. Y ninguna presidenta de comunidad, por terca y campeadora que se ponga, va a doblegar la curva mortal con palabros que su gobierno circense maneja como pulgas amaestradas. El asincronismo regional a la hora de concretar actuaciones restrictivas para frenar al coronavirus asusta. Cada presidente comunitario reduce al bicho vestido de pastorcillo caciquil. Las medidas previsoras se han relajado con puentes festivos animados por las vacunas cercanas. Mientras que Alemania, Francia o Italia se blindan con austeridad, el villancico no ha calado en España.
La llamada al gasto excesivo por estas fechas no está implicando un consumo al alza. Esta actitud, en vez de reactivar la economía, mantiene la longevidad de la contratación temporal y el empleo precario. Las últimas semanas de diciembre se han convertido en un belén de saldo desde que a una mente sin ideas coherentes se le ocurrió acuñar el término ‹‹salvemos la Navidad››. El puente de la Constitución, convertido en acueducto, ha relajado la poca contención ciudadana para viajar. Los motores calientan una escapada vacacional con aroma familiar que, muchas veces, termina en discusión. La catástrofe del contagio se mueve por olas: en España vamos camino de la tercera. Las proporciones del maremoto son inimaginables porque los retos desconocidos nos ponen cachondos. Mientras, el Consejo Interterritorial de Salud se ha reunido para decir más de lo mismo: nada concreto, y hacer lo que mejor sabe: abofetearse. Su incompetencia dialogante es el mazapán revenido regalado a un pueblo que se conforma con sucedáneos trufados de respeto. El aroma a mercadillo sin aforo limitado para los insultos y tonterías indigna. Esto no es Navidad sino un paripé que algunos quieren conservar como tradición cultural. La Navidad es algo personal alejado de la fiebre consumista excitada por fenómenos como el ‹‹viernes negro››. Quizás las restricciones que la epidemia global impone hagan pensar sobre el significado de una celebración que mueve patrones sociales y económicos conscientes. Porque una vez al año, ya se sabe, no hace daño. Es preferible salvar vidas antes que celebrar navidades, ¿o no?
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