Los fantasmas como embajadores del susto han despertado miedo; o, al menos, es lo que nos han infundido. Su aparición es un argumento intimidatorio ante la debilidad de una fe que no admite la explicación fenomenológica. Esta figura incorpórea es desterrada al campo de lo telúrico. Su nombre antepone la muerte a la vida para acallar en vez de tranquilizar. A pesar de no querer tenerla como amiga ni vecina, envidiamos esa densidad imperceptible.
El cine se ha servido del fantasmas para explicar lo inexplicable, para solucionar con rapidez escurridiza lo inclasificable. En
‹‹Una historia de fantasmas›› la presencia y las ausencias hacen del fracaso una consecución de escenas tan bellas como interrogantes mientras se encadenan con tranquilidad inmortal.
La apuesta por el riesgo escénico dirige la solidez de esta cinta que emparenta soledad y romanticismo visuales en dosis constantes. Huye de las tribulaciones filosóficas sobre la muerte para acercarse a la vida con otros ojos, próximos a la necesidad de compartir amor, a pesar de su mirada triste. Este silencio en la contemplación activa eterniza el segundo, impone la ruptura de moldes estéticos y conceptuales. Es una alusión tierna al sentido de la vida, a cómo los fantasmas ven lo que los vivos somos incapaces de reconocer: nuestros errores. David Lowery se entrega valiente a la expresividad muda, recogiendo las bondades del
4:3 digitalizado y esquinas redondeadas. Es una mirada en el tiempo que busca su lugar entre la soledad de una pareja que termina mal, el bullicio familiar o las juergas universitarias.