Esta reincidencia imaginativa puede presumir de una elaboración óptica impecable donde la importancia técnica supera a la humanidad imperfecta. Los personajes se arrastran por el recuerdo con traje galáctico; deambulan por su aislamiento como animales solitarios. Si algo les falta dentro de un submundo futuro es agarre, magnetismo, corazón, carisma y personalidad.
Denis Villeneuve ha convertido el ambiente gótico que respira el original de 1982 en un experimento de diseño minimalista. El mundo actual, hermético a la polución exterior, es limpio, oscuro y decorativo. La fotografía recrea el agobio de una asfixia cromática donde el acabado futurista brilla gracias a la iluminación mimada de una arquitectura matemática. Los espacios abiertos que despuntan entre la niebla urbana están muertos, vacíos, intoxicados. Ningún resquicio de vida respira dentro de esta cápsula cibernética donde la pasión virtual tiene cabida. Su presencia entre la representación holográfica femenina y un hombre convertido en llanero de la estepa planetaria es un signo de imaginación atascada. La autenticidad humana se esconde tras una capa de dureza confusa dentro de esta sociedad controladora. Se introduce en tramas filosóficas que despistan la atención, alterada por trabalenguas de acertijos enrevesados. La mezcla de búsqueda ontológica, entretenimiento con puñetazos y su frialdad alimenta un mundo inexpresivo, derrocha indiferencia.
Rian Gosling (K) está pero no existe, deambula de acá para allá desorientado, con ademán benévolo. Tanto inexpresividad eclipsa la dimensión humana de un héroe perdido. Es el niño que, convertido en adulto, busca respuestas dentro de un laberinto confuso y silencioso. Ese gusto por la limitación expresiva con el que
Blade Runner 2049 quiere imponer sus formas se estrangula en un suicidio anunciado con cuentagotas. La reaparición de Harrison Ford, entrado en arrugas, sugiere que cambie los mamporros por las sopitas calientes y las babuchas hogareñas.