La ciudad de Roma, en el año 64 d.C., aparte de contemplar al último representante de la
dinastía Julio-Claudia, perecía bajo el caos del desmán ocasionado por un emperador ególatra, y enfermo de poder, que compaginaba sus delirios de grandeza con la lira y la persecución a los cristianos. Este acoso incesante demostraba miedo a una fe impulsada entre luces de catacumba. El apoyo de los apóstoles resultó vital para una expansión que, de forma clandestina, se convirtió en fenómeno imparable. Andrew Hyatt reproduce, entre la cautela religiosa y una cámara sombría, el plano sosegado de San Pablo en el final de sus días. Su anterior película,
Llena de gracia, también abordó el tema religioso con escasa repercusión. El apóstol convertido en reo, encerrado en la oscuridad del foco pictórico, se refugia en el tenebrismo desarrollado por
José de Ribera. La sombra de Pablo se apodera de un silencio sentenciador que lo perpetúa en acusado a la espera del martirio que lo convertirá en santo: silueta de una muerte rápida mientras Mauricio (Olivier Martinez) busca entender el peligro del encarcelado. El riesgo de la duda religiosa siempre es enemigo de Roma.
La aparición de Lucas, galeno de formación helenística, muestra al transcriptor de un legado religioso, a la voz de Pablo convertida en letra, a la correa transmisora del cristianismo desamparado, a una claraboya para quienes aguardan, bajo la persecución de la cólera romana, la llegada de su salvador.