El cine chino, según quien lo represente, posee una virtud y un defecto muy grandes: la lentitud. Tanto su recreación en la imagen para comunicar emociones de contemplación estética como en forma de lienzo social lo convierten en poesía relajante o agobio reposado. La elástica
Hasta siempre, hijo mío es asfixia épica (180 minutos) de relato familiar. La narración de tres décadas, por rigor cronológico, debería parir una obra coral como
Heimat: La otra tierra mientras que Xiaoshuai Wang cincela un paso del tiempo en las arrugas de sus protagonistas más que en el impacto social de los acontecimientos. El cineasta shanghaiano se aclimata a los cambios con soplos de calma chicha mientras, se intuye, que el dolor va por dentro. Wang es el
Ken Follett cinematográfico gracias a su repaso, con visión introspectiva, de momentos clave en la crónica política de China. Este recorrido agotador está suavizado por el comportamiento asiático que roza la resignación, atropellada por varias épocas. El desenlace arrebata el protagonismo del nudo con voluntad resolutiva artificiosa.