El inicio paisista de un metraje desconcertante compone una paleta de motivos campestres que recuerdan, por asociación memorística, a
La caza, de Carlos Saura. La persecución de un perro a una liebre lanza un aire campestre relajado. La aparición de un burro dispara la influencia de
Roy Andersson y su filosofía metódica. El movimiento juega con la pausa, la serenidad asnal contempla el mundo tras una ventana, como la paloma del director sueco que
se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. El vacío respira reposo ecológico con la ausencia del ser humano. La Naturaleza sin conflicto llama a la interpretación imaginativa. La inmersión de un silencio sepulcral, el espejismo de una Caperucita Roja meditando nadie sabe qué arrancan el simbolismo a una espera callada. El plano fijo y la economía actoral se rompen cuando un fantasma adolescente, salido de la maleza, irrumpe como un sonámbulo de pasarela. Es una mancha que corta el vacío reinante; una gota sucia de vida. La inmovilidad pasmosa de presencias monolíticas sostiene interpretaciones teatrales. Su minimalismo visual hace que la sustancia humana desparece en favor del poder situacional. El arranque críptico que Angela Schanelec propone mezcla hipnosis y repulsión con dejadez dialogante y arrebatos maternos de ira injustificada. El cine absurdo es una piedra que se atraganta fácilmente mientras el desconcierto se abre paso gracias a las disfunciones sicológicas de una madre desconcertada.
Estaba en casa, pero... se basa en el trauma de una mujer perdida en la catástrofe; es tan oscura que su contemplación agota.