La premisa simple secuestra la mente del espectador con furor luminoso. El lenguaje narrativo cinematográfico descansa sobre la introducción paisajística. El olor a naturaleza describe un verdor virginal donde la paz se mezcla con las leyendas agitadas. La irrupción humana en forma de rito unipersonal alcanza el éxtasis de cónclave curandero. La familia Gardner disfruta del retiro pactado que huye de la civilización para hacer frente al cáncer de manera hogareña. Sus peculiaridades, comenzando por la hija, convocan sobre la misma mesa a un padre convertido en criador ecológico del tomate ideal junto a alpacas desplazadas; un chaval envuelto por la niebla de los porros junto a un ermitaño y el salvapantallas cósmico de su ordenador; su hermano, más pequeño e impresionable; o una madre que hace del teletrabajo una forma sana de combatir la enfermedad tumoral. Lo demás es arquetípico en un bosque con cabida para el aterrizaje del meteorito que cambiará la vida tranquila hasta ahora. Los acontecimientos se suceden como plagas bandarras que van deformando el comportamiento de un progenitor en sus horas bajas.
Nicolas Cage, después de
Mandy, focaliza un estado sicodélico que deviene en disfunción mental. Su actuación, sin carisma, se revuelca en la ordinariez mezclando sobreactuación y diálogos planos que intenta reconducir a una normalidad perdida. El otrora ganador del
Óscar, Globo de Oro y BAFTA por
Leaving Las Vegas, en 1995, se ha convertido en blanco afamado de cintas nada emblemáticas. La presencia del
Necronomicón es más importante que el actor.
Es este caos astral hay besos pegajosos e insectos inquietos, animales degollados, un pozo convertido en nido, aguas contaminadas repentinamente, un hidrólogo que aparece al azar y lanza conjeturas con solidez más anecdótica que científica.