Las imágenes morbosas del
atentado perpetrado el 3 de mayo de 1981 ponen en marcha una maquinaria fetichista inagotable. El tacto ensangrentado llena las primeras páginas de un tebeo ad hoc con la exhibición de su sotana sanguinolenta en una urna de cristal o su camiseta enmarcada como otra túnica sagrada que la Historia no convierta en reliquia de museo. Es totemismo en estado puro. Las imágenes de archivo recogen la preocupación popular. Los testimonios levíticos dibujan un mártir consagrado al dolor. Su muerte es entendida como el fortalecimiento de la fe que no analiza ni causas ni consecuencias del suceso. ¿No es un contrasentido robustecer la vida a través del óbito?
El tercer documental del periodista y escritor madrileño es un folletín con alma de congregación. Las especulaciones ideológicas, la presencia del
KGB tras el atentado y fotografías que no da tiempo a analizar buscan la comunión pagana. El servicio de espionaje polaco sospechaba, en 1946, que Wojtyla tenía pruebas sobre la autoría rusa de la
matanza en los bosques de Katyn y no alemana, como dijo la propaganda soviética. Su pertenencia al clero estrechó la vigilancia sobre un enemigo del pueblo. Este acoso se intensificó en 1958 al ser nombrado obispo auxiliar de Cracovia; la identificación en clave fue Pedagog; se le atribuyó un romance inexistente con una mujer a la que ayudaba. La primera agresión tuvo lugar en la Basílica de Guadalupe, en enero de 1979; siguieron Portugal y Pakistán. Los accesos de los comunistas a los papeles del Vaticano durante el pontificado de Juan Pablo II se lanzan como noticia hueca. Las píldoras históricas salen con cuentagotas. La superficialidad barre la figura de Karol Wojtyla protagonizando secuencias vertidas con más corazón que análisis.