El poder de la imagen como recordatorio histórico siempre deja héroes a quien imitar. La demolición de la vivienda convertida en hogar florece la necesidad por cumplir un sueño. Las imágenes de archivo sobre la gesta del cosmonauta ruso
Yuri Gagarin alcanzan la categoría de testimonio icónico. Su figura, unida a la inauguración de las
Torres Gagarine, se centra en la gesta convertida en monumento nacional al tiempo que su figura sirve para humanizar un logro exportable políticamente. Que se narre el final destructivo de una ciudad obrera construida durante el auge comunista francés no significa que su finalismo estético campe por toda la película, con recuerdos históricos evidentes.
Las intenciones aniquiladoras externas chocan con el afán preservador del mundo interno. La soledad paisajística del entorno presenta un extrarradio parisino envuelto en el lema
qué bello mientras duró. La ilusión del alma ermitaño se pone a funcionar con el impulso de un cohete galáctico. Yuri es el colonizador de un espacio donde opera libremente. El muchacho encabeza la intención de no abandonar este transatlántico con pretensiones cósmicas. Su inventiva reta al sistema con una aspiración opuesta al conformismo que alienta el brazo institucional, garante de una morada nueva, más confortable. La oposición vecinal no existe en lo que podría calificarse como desahucio legal. Esta iniciativa desarrolla su universo privado donde la imaginación alcanza la atmósfera cero. La persecución de un fin se opone al conformismo que amputa raíces. El abandono obligado del vecindario formaliza una fuerza pacífica fundamentada en la resistencia. La creatividad ilimitada gana a la crueldad narrada con dulzura.