En una sociedad donde el culto a la imagen conduce a su falseamiento para alcanzar la meta apolínea, el mariquita conserva la esencia de la realidad pura. En ningún momento se oculta; al contrario, presume de su presencia con orgullo. No es la primera vez de Enric Ribes explora la figura de Gilda Love, un
transformista gaditano que, tras viajar por Europa, encontró en
El Raval el reposo para su libertad. Eduardo Enrique Gustavo Francisco / Gilda Love huye de la ocultación, canta su homosexualidad, defiende una tercera edad rica en personalidad. Sus noventa y siete años le han convertido en icono del arte silenciado en un barrio conocido por su libertad en momentos represivos. Sigue conservando la frescura de una reivindicación sexual que todavía encuentra piedras en el camino. La cercanía de este paracaidista y vagabundo, sirviente en la casa del cineasta
Jean Cocteau, le permitió ejercer de niñera vecinal de manera desprendida. La vejez ha llamado a la puerta de su vida mientras sigue recordando momentos de esplendor en formato VHS, rebobinado actuaciones en la noche clandestina barcelonesa. Este viaje por el recuerdo que trascurre demasiado rápido no documenta sus orígenes. Esa chispa se ha apagado y el color no es tan brillante; su velocidad también se ha estancado. El presente queda reducido a un entorno dinamizado por la
turistificación mientras resiste como reliquia humana. Gente como él dota a lo espiritual de alma y sonido, inocencia y melancolía. Se aparta del presente para rebañar la fuerza del pasado. El día a día es una bofetada de olvido que no tiene en cuenta a individuos como Gilda Love. Vive en el precipicio de una pobreza que no se corresponde con el resplandor del pretérito.