Polémica, sugerente, punzante, simbólica. Se ha escrito mucho a cerca de una temática controvertida para una sociedad históricamente machista: la paquistaní.
Joyland ha sido calificada de emblema
queer encasillándola en la terminología moderna de un lenguaje destinado a romper barreras. ¿No es una discriminación -denominativa- poner nombres a cada una de las inclinaciones sexuales que nos mueven? Este intento normalizador contribuye a la proliferación de las etiquetas en una sociedad que cada vez demanda más diversidad. La llegada de un miembro nuevo a alguna familia alimenta la idea de linaje marcada por el miedo a la extinción de las tradiciones. Los Rana tienen un problema comunicativo muy grave con la propagación de estos ideales. Haider debe moverse sin levantar sospecha de su orientación sexual. Como si estuviera andando sobre brasas, se debate entre el fuego del señalamiento si estas se descubren mientras siente otra quemazón interna en forma de amor imposible. Su contienda se debate entre el ámbito familiar y la tortura individual de lo inconfesable.
Si somos diferentes a la mayoría debemos callar, reunirnos en secreto bajo la protección de un apartamiento público que apesta menos cuanto más alejado del resto se encuentre. La tradición dibuja esa línea divisoria entre lo correcto y lo impropio socialmente. Los perseguidos justifican la prepotencia de los inquisidores con su miedo. La suavidad con que Haider advierte la importancia transexual en su sensibilidad acaricia dulzura y sumisión. Su fragilidad es atraída por el temperamento fuerte de Biba como contemplación inalcanzable, paseante desde una cercanía que no establece vínculos.